A Ventosa (Tapia)

A principios del siglo XX Manuel Castañeira -don Manuel, como le conocían en la zona- decidió invertir sus ahorros, fruto de varios años emigrado en Buenos Aires, en comprar un caserío en la localidad tapiega de A Ventosa. La propiedad tenía un viejo molino, entonces en desuso, que restauró y puso en marcha a orillas del río Anguileiro. Todos los recuerdos de infancia de su hijo, Manuel Castañeira, de 76 años, se vinculan a aquel viejo ingenio hidráulico al que dedicó después la mayor parte de su vida. Por eso hoy todos los tapiegos le conocen como «Manolín del molín».

«Mi padre lo arregló y lo puso a andar», relata Castañeira, quien creció ayudando a sus padres en el trabajo de moler el trigo y el maíz de los vecinos de toda la contornada que se acercaban hasta A Ventosa. Su padre se había casado en Buenos Aires, pero su primera mujer falleció y regresó a casa donde volvió a contraer matrimonio con una vecina de El Valle de San Agustín, localidad de origen de la familia.

Quiso la mala suerte que un día reparando el molino, su padre perdiese una mano. «Se le quedó enganchada y encima estaba solo. Menos mal que lo oyó un vecino y le ayudó a liberarse». Como era un hombre mañoso el incidente no impidió que siguiera trabajando: «Se hizo él mismo una mano de madera que tenía un gancho para coger las cosas; se arreglaba bien». La tragedia estuvo a punto de repetirse en el molino, que tenía una presa de agua en la que Manuel hijo solía jugar. Un buen día se cayó al agua y su hermano lo salvó de morir ahogado. Desgracias a parte su infancia transcurrió tranquila: fue a la escuela a Tapia y también cursó unos años de instituto, hasta que se puso a trabajar en casa.

El molino de su familia, conocido por «molín da Muria», era de maquila, es decir que el cobro era en especie, quedándose los Castañeira con parte de la harina resultante del proceso. En todo caso, el molino constituía un complemento a la renta del hogar, ya que la familia vivía de la agricultura y de tres vacas.

«Venía gente de Mántaras, de Casariego, de Orxales... de todos los alrededores», recuerda. En una época en la que «no había ni carros, ni casi caminos», los vecinos se desplazaban en burro o a caballo, con un saco cargado con el grano previamente seleccionado. Lo más frecuente era moler trigo o maíz y en ocasiones cebada. La harina era un elemento fundamental en los hogares, donde después se elaboraba el pan. Así que las visitas al molino eran de lo más cotidiano y se repetían con cierta frecuencia. Lo habitual era que los clientes se organizasen entre ellos para establecer los turnos y evitar largas esperas en el molino. «Algunos esperaban aquí conversando, otros aprovechaban para ir a Tapia a hacer algún recado», relata Castañeira.

Durante años el molino funcionó gracias a la fuerza del río Anguileiro. Pero en temporada estival el río no tenía caudal suficiente por lo que el ingenio pasaba semanas en seco. La cosa empeoró con la construcción del embalse de Orxales, lo que les obligó a incorporar un sistema eléctrico. El proceso le tocó a Manuel, que ejecutó las obras para engancharlo a la corriente y así garantizar su supervivencia.

Con los años también ideó un sistema de reparto. Así que comenzó a realizar una ruta a caballo por las principales casas y también puerta a puerta a las panaderías de los alrededores. «Iba a recoger el grano y luego volvía a hacer el reparto de harina. Hubo que ir a buscar la clientela porque dejó de venir la gente», precisa.

Por la mañana realizaba su partir ruta del grano y por las tardes se dedicaba a atender el molino. «Había que estar más o menos pendiente, pero podía hacer otras cosas como arar mientras el molino trabajaba. Le instalé una pequeña campanilla que sonaba cuando se terminaba todo el grano», explica. El molino requería un mantenimiento continuo para lograr un buen funcionamiento y también era fundamental la limpieza del grano, aunque eso dependía del cliente. «Había quien llevaba la harina sucia», cuenta.

Pero, poco a poco, la gente fue abandonando los viejos molinos y por eso Manuel decidió buscar un trabajo. Se enteró entonces de una vacante que iba a quedar en la popular ferretería tapiega El Colaso y se incorporó como empleado. «Cuando empecé se vendían muchísimos materiales de construcción, sobre todo cemento». En 1975 empezó a trabajar en la ferretería y durante años aún lo compatibilizó con el quehacer del molino.

Tras v24 años en El Colaso, Manuel Castañeira se jubiló y dedicó todo su ingenio a la talla de madera, algo que siempre le apasionó. En su casa lucen buena parte de sus trabajos: desde espejos y lámparas a relojes, percheros y hasta arcones. «Siempre fui muy mañoso y la verdad es que me gusta mucho la talla. Hice cosas para casa y para los hijos y los vecinos, ahora me cuesta más porque veo mal», relata el veterano molinero en su casa de A Ventosa.