Ceregedo (Coaña)

La pequeña localidad coañesa de Ceregedo da cobijo a uno de los últimos molineros del concejo. Ángel Sergio Blanco, molinero de tercera generación, esconde sus 92 años bajo grandes dosis de desparpajo, vitalidad y simpatía. Su mente lúcida le permite narrar una historia vital cuyo primer capítulo se escribió el 4 de enero de 1921.

De su abuelo aprendió que en la vida «había que fer como os ratos y saber de más de un furaco», esto es, ingeniárselas para disponer de alternativas para salir adelante y sobrevivir en tiempos difíciles. Por eso, cuando en mayo de 1942 se estableció en Valladolid para realizar la instrucción militar, pronto dio con una idea para sacar algún dinero extra. Compraba lotes de sobres y, haciendo uso de su buena caligrafía, rotulaba con esmero la dirección del destacamento para que sus compañeros pudieran presumir ante sus familiares y amigos. Cobraba cada sobre a una peseta. En más de una ocasión tuvo que escribir por sus compañeros las cartas que remitían a sus novias o a su familia, pues en aquellos tiempos no todos habían podido acudir a la escuela como Blanco, que desde niño no faltó a su cita con las aulas. «Me acuerdo de que por la noche estudiaba debajo de una lámpara de carburo», indica.

La de la mili fue una de las aventuras más intensas de la vida de Blanco. Gracias a una buena recomendación, tras la instrucción pasó destinado a Oviedo y prestó el servicio militar en intendencia, en concreto como responsable del despacho de pan. Cada día se ocupaba de distribuir entre los diferentes acuartelamientos alrededor de 25.000 raciones. «Terminaban por sangrarme los dedos de contar el pan, que estaba áspero», cuenta.

A las siete de la mañana acudía a su cita con el pan, distribuyendo las raciones -chuscos, como ellos las conocían- según lo estipulado por los mandos. A mediodía hacía balance del reparto y cerraba la jornada. Por las tardes aprovechaba para descansar en su habitación del cuartel de Santa Clara, donde residía, y por las noches disfrutaba de Oviedo yendo al cine o saliendo de fiesta por una capital que empezaba a recuperarse de las heridas de la guerra: «Los edificios estaban llenos de balazos», relata.

Por aquel entonces empezó a alternar con algunos de los míticos jugadores del Real Oviedo, como Isidro Lángara, Eduardo Herrera «Herrerita» y Emilio García «Emilín», con los que compartió su pasión por el fútbol. «Pero qué buenos eran», suspira Blanco al recordar gloriosas tardes de fútbol en el campo ovetense. A pesar de que el equipo no vive su mejor momento, Blanco sigue defendiendo los colores blanquiazules. También siente predilección por el Barcelona y no se pierde un partido del Navia.

Venía muy poco a casa, pero cuando lo hacía se las arreglaba para traer algún que otro producto del almacén general. Precisamente, en uno de aquellos viajes conoció a la que, tres años después, se iba a convertir en su mujer. Su padre lo mandó a Miudes (El Franco) a llevar algún producto de regalo a unos amigos de la familia y por el camino se encontró a aquella moza, Pilar, con la que luego inició noviazgo.

Tras la mili, Blanco emprendió el viaje de regreso a casa, donde le aguardaba un oficio que había mamado desde pequeño. Siendo niño ya ayudaba a su abuelo con el molino, o mejor dicho, molinos, ya que su familia disponía de dos edificios al pie del río Meiro y en cada uno contaba con dos maquinarias para moler.

«Mi abuelo cayó del caballo y tenía una rodilla mal, así que yo le ayudaba con el molino. Pero era un hombre muy duro y con muletas y todo cargaba con 40 o 50 kilos de peso a la cabeza», explica Blanco.

Al ser el primogénito, a Blanco le tocó quedarse al frente del hogar, mientras sus ochos hermanos emprendieron viaje a Argentina y Uruguay. Así pues, se hizo cargo del molino das Talladas, como se conocía en el pueblo. Era de maquila y estaba dedicado fundamentalmente a moler maíz y trigo. En los primeros años, y con ayuda de un caballo y de un carro, el coañés comenzó a organizar una ruta para recoger la materia prima y repartir después la harina por las casas. Los vecinos le entregaban sacos cargados, que identificaba por colores y hasta por olores: «Había uno que olía a morcillas; luego los de los pescadores olían mucho a pescado...». Al principio llegaba hasta Ortiguera y El Espín y con el tiempo fue ampliando su radio de acción y también mejorando el transporte, ya que adquirió, primero, una camioneta y, después, un tractor. «Llegaba a Teífaros, Andés, Cabanella, Trelles... tenía mucha clientela. Molíamos unos 1.000 kilos diarios», precisa.

El molino funcionaba 24 horas, lo que obligaba a hacer noche junto al río y a soportar el frío con la ayuda de los sacos de harina recién molida. Así fue su vida durante décadas, hasta que la costumbre de moler fue desapareciendo paulatinamente. Entonces se reconvirtió en ganadero, oficio del que se jubiló con 65 años.