La noche antes, el viajero ha puesto en la maleta mudas limpias y bolsa de aseo. No se olvida tampoco de meter unos cuantos prejuicios sobre los lugares que proyecta visitar. Si piensa ir a Asturias, imposible no contar con la cordialidad y el arroz con leche. Mientras ordena los enseres, por la mente distraída del viajero cruzan la sidra y un hórreo. Con su equipaje de camisas planchadas y tópicos astures se pone en camino. Por qué será que nos gusta partir con al menos un esbozo de plan de viaje. Va en el instinto de lo seguro que todo hombre, no digamos toda mujer, llevan dentro.

Por culpa del dichoso afán de seguridad, en varias de esas giras otoñales que el viajero archiva en la memoria con precisión de relojero, no cumplió el itinerario que llevaba pensado. Unas veces fue en Ponferrada, otras por la costa cántabra, lo cierto es que siempre surgió algún lugareño, prudente consejero, que quitó las ganas de llegar con el coche hasta las entrañas de Asturias.

-"Mire usted, quiero ir hasta Cangas por Leitariegos,?".

-"Oiga, me gustaría estar en Tineo para la hora de comer. ¿Será posible con el tiempo como está?".

Y siempre, la advertencia juiciosa que me hizo desistir: que si la carretera con tantas curvas, que si la llovizna, el hielo o qué sé yo cuántas dificultades. El viajero se dejaba atenazar por la prudencia y viraba hacia sitios más despejados.

-"Déjelo para otra vez que vuelva usted por aquí, en primavera o verano".

Pero el viajero es hombre de otoño, de verdores húmedos y horizontes agrisados. Como la otra noche, cuando aparecimos en el Parador de Corias. Y, primera sorpresa. Sin ciudades populosas cerca, con noche destemplada de un martes de noviembre, no esperaba la ocupación más que aceptable del imponente Parador, ya de por sí hermosa sorpresa. Al día siguiente, con un sol tan solícito como inesperado, mis amigos asturianos me obsequiaron con una de esas jornadas que quedan doblemente impresas. En la retina, por hallazgos tan turbadores como Somiedo y Muniellos. En el corazón, por la afabilidad asturiana que te sale al paso, igual de infalible que la vaca roxa o que el teito.

Viajar -no me gusta lo de hacer turismo- por la cuenca del Narcea predispone para el encuentro con la mina y poblaciones lóbregas. Nada más lejos de la realidad. Cangas se presenta al visitante alegre y aseada, con una arquitectura cuidada que culmina en el bellezón de su Ayuntamiento. Hasta llegar al majestuoso edificio has debido atravesar una calle rebosante de vida y buen tono en transeúntes y negocios. De entre estos, me he encariñado con el de Antón Chicote, asturianín con una rara mezcla de nobleza y socarronería en sus ojos vivaces. Fue viceganador el bueno de Antón de un reñido concurso de gaiteros en el que sólo participaban dos. Y, cuando uno llega a Asturias con la sidra clavada en el prejuicio, se encuentra con la sorpresa -una más- de gente como Antón, o como mi entrañable Everardo, volcados en producir estupendos vinos. La afición ha calado y ya da sus buenos frutos. Lo corroboro.

La casualidad -aliada con mi querido José Luís Pertierra- me ha servido una sorpresa mayor. Uno, díscolo por naturaleza frente a los usos y maneras de hacer política los que en ella andan, ha visto en Cangas del Narcea un chispazo de novedad. Si fuera lo que se dice un pueblecito, no extrañaría el trato cercano vecinos-regidor. Pero no. Hablamos de un pueblo con hechuras de importancia, y no sólo por asomarse todos los días del año al mapa del tiempo de la televisión. Sin embargo, he visto, no una vez sino cuantas ha hecho falta (o sea, muchas), cómo un vecino cualquiera detiene en seco la marcha de un hombre joven y menudo de cuerpo, que no de espíritu, para dar o pedir cuentas sobre algún asunto personal. Ese hombre que no usa el cronómetro para hablar con el transeúnte, cuyo asunto personal lo ha fijado en su memoria con la grapa del interés, no es otro que el alcalde José Víctor Rodríguez.

En esta bendita tierra hay muchas cosas que salvar y proteger, desde el oso al urogallo. Ya se encargan los ecologistas. Yo solicito protección para la figura de un alcalde entusiasta y preparado -lo comprobé después- que hace de la política un servicio, un alcalde que siempre soñó con serlo. No para aplicar a su pueblo el molde de una ideología, sino para fabricar el molde con los problemas reales de sus vecinos. Hallazgo sorprendente, aunque no debiera serlo.

Con la sinfonía de helechos y robles, de amabilidad y belleza, ya contaba antes de llegar. Cangas y su alcalde pusieron el resto.