Está por debajo de la expectativas iniciales y, desde luego, es bastante inferior a las dos películas previas de los dos directores, José Corbacho y Juan Cruz, las más que aceptables Tapas (2005) y Cobardes (2008), con las que comparte, sobre todo, un reparto coral en el que el protagonismo se reparte entre un número considerable de personajes vinculados por unas circunstancias que les son comunes.

El problema es que la historia que, comienza con buenas perspectivas y prometedoras revelaciones, va perdiendo fuelle de forma ostensible, desdibujando en alguna medida una segunda mitad forzada y en la que se agota la creatividad. El modelo que se impusieron los cineastas, el del cine de Berlanga con un toque de crítica social y una mirada amarga pero no exenta de humor a un ser humano egoísta y nada solidario, se agota antes de que llegue realmente a cuajar.

Basada en el guión original de Jaime Bartolomé, adaptado por los propios realizadores, y en el libro de Carlo M. Cipolla Las leyes fundamentales de la estupidez, convierte una situación límite, la avería de un ferrocarril de alta velocidad que viaja el 31 de diciembre entre Madrid y Barcelona y que queda parado por una súbita bajada de la tensión eléctrica, en un foco de conflictos entre los pasajeros. Es verdad que al principio, tranquilizados porque el revisor les indica que lo normales que la solución solo se demore unos minutos, la actitud de todos es comprensiva y sensata, pero se va modificando y deteriorando a medida que el tiempo transcurre y todo sigue igual. Es más, la tormenta de frío y nieve contribuye a incrementar el malestar, agravado por la súbita muerte de un viajero.

Divertida e ingeniosa en sus primeros compases, no logra mantener ese tono y nivel, afectada seriamente por la paulatina pérdida de brillantez del relato, que no consigue que los recursos de comedia se mantengan plenamente vigentes.