Cuando lleguen los Magos de Oriente, que ya están llegando, se acabó lo que se daba. Se acabó el cuento de las Navidades, porque estos días hay que ver lo bien que vivimos, lo mucho que cobramos, lo guapas que están las calles, lo buena que es la gente y cómo el distanciamiento, la indiferencia y eso de que en cualquier momento todo pueda irse al carajo se convierte en entusiasmo.

Estos días, si uno se para a pensarlo, acaba convenciéndose de que somos felices como puede serlo cualquier imbécil, porque con cuatro guirnaldas, dos bombillas de colores y un par de calzoncillos envueltos en papel de regalo nos invade una especie de sentimiento de triunfo que llegamos a creernos poco menos que los milmillonarios que aparecen en la revista «Forbes».

En el fondo debe de ser que la única forma que tiene uno de poder soportar esta vida es olvidándose de la realidad y actuando como si fuera un niño. Refugiándose en ese espacio difuso que nos remite a la infancia y nos permite seguir viviendo al margen de las miserias.

Si suben las hipotecas, la luz eléctrica, el tabaco y los pepinillos en vinagre, que suban. Hay que hacer como que no nos enteramos de nada y dejar que la bola corra. Ya nos subirán el sueldo, y si no lo suben, allá ellos; a ver, luego, a quién venden los pisos, los coches y todos esos juguetes que etiquetan con la palabra adulto. Porque ésa es otra: nunca como ahora se vendieron tantos juguetes para los que, al menos teóricamente, hemos dejado de ser niños hace ya varias décadas.

La culpa, según dicen, es que tenemos de todo y por eso todos los años inventan algún juguete. Hablo de juguetes para los mayores, que para los niños valen los mismos de siempre.

Yo, del primer juguete adulto del que tengo referencia fue de aquel artilugio que Torrente Ballester citaba en su magistral «La saga fuga de JB». Un novedoso consolador a vela que, a principios del siglo pasado y según el difunto escritor gallego, una compañía catalana estuvo a punto de adquirir, y comercializar, y cuya principal ventaja era que recibía del viento, y no del antebrazo, la fuerza propulsora.

Aquel sorprendente, pero imagino que útil y muy benéfico, aparato es de suponer que, de haberse comercializado, estaría obsoleto. Los juguetes por y para el sexo han evolucionado muchísimo, aunque, por lo visto, debe de haber más demanda que género en existencia, ya que, según varias revistas del ramo, un numeroso grupo de consumidores (y consumidoras, supongo) se ha dirigido a Nintendo exigiendo que se deje de tímidas aproximaciones y diseñe, de una vez por todas, un mando a distancia con forma y tamaño de pene. Petición que podría llevarnos a desempolvar aquella concepción freudiana de la subjetividad femenina, en cuanto a la jerarquía entre la presencia y ausencia fálica, pero como la idea era hablarles de juguetes me quedo con el Wii Remote, o Wiimote, ese artilugio capaz de detectar el movimiento y la rotación en un espacio de tres dimensiones, integrando, además, funciones de vibración y altavoz.

El juguete Wii está haciendo tanto furor que llevan vendidos más de cuatro millones, y lo que a mí se me ocurre es imaginar un hogar en el que los niños jueguen a imitar la vida real, que es a lo que siempre suelen jugar, y los adultos se entretengan con esos juguetes que les permiten instalarse en el mundo que más les conviene. Un mundo de seres y espacios imaginarios, o ilusorios, cuya traslación es imposible. El caso, que estamos en el 2007 y parece que los adultos tenemos la misma necesidad que los niños, o incluso mayor, de jugar y sumergirnos en la fantasía maravillosa de la ficción. Y el resultado es que jugamos por nuestra cuenta y sin sentir la vergüenza de jugar que sentían nuestros padres. Por eso que si las cosas siguen así habrá que fiarlo todo a los niños, pues mientras ellos juegan a imitar la vida real, los gobernantes, los intelectuales y los revolucionarios se entretienen jugando al extravagante juego de vencer las penalidades con un mando a distancia y desde la comodidad del sofá.