Tanto por el portal como por el ascensor de mi casa (que es la de ustedes) observé mucho tráfico de mercancías en los días prenavideños.

Puede que sea igual que en años anteriores, pero estas Navidades me parece más, pues me fijo por aquello de la envidia que me corroe.

Veo subir fastuosas cestas con ricos caldos, rollizos capones, sabrosos embutidos y la dulcería jijonenca propia de estas fiestas.

A mi puerta solamente llama algún repartidor para entregarme una agenda. A mí, que nada tengo ya que anotar. Viendo lo que estoy viendo, me encierro en mi celda (monacal, no carcelaria) a soñar con las cenas de Nochebuena de mis años mozos. En la cocina de hierro preparaba mi padre un estofado de lo que mi padre, muy culto, llamaba becada, y nosotros, arcea, picuda o chocha. En el horno se asaba un plateado besugo en alargada besuguera «made en la fábrica Laviada» orgullo de la industria local.

Ahora, sobre esa «modernez» tecnológica conocida como vitrocerámica me preparan una nauseabunda crema de calabacín. El equipo médico que habitualmente me vigila no permite más. No me autoriza a perfumar mis resecas fauces con un reserva de la Rioja alta.

Ni a mojar los toledanos mazapanes en un «vintage» de oporto, ni siquiera a brindar con un cava del Penedés. Al pie del árbol ¡oh Tanembau! yacen mis regalos, cuyo contenido ya sospecho: bufanda, guantes, calcetines, todo de lana termífuga por la neumonía que me está acechando.

El día 31, se repitió la cosa, pero con uvas. Y la noche de Reyes, otra vez, pero con roscón.

Y, si intento saltarme el régimen, ya conozco la cantinela: «Tengamos la fiesta en paz, abuelo».

Y, así pasan los días...