La nueva ley de Administración Local que están preparando quienes tienen la misión de hacer estas cosas tiene previsto que desaparezca la figura del alcalde de barrio, del delegado de la Alcaldía del municipio o del «vistor», que es como le llamamos por esta comarca por la que uno anda patrullando y haciendo alguna cosa que otra. Como de raza le viene al galgo -mi padre fue un buen «vistor» durante muchos años y en la actualidad, al filo de los noventa y cuatro años, aún acude a las reuniones de vecinos para dar su opinión-, pues a uno, la verdad, le apetece aquí y ahora defender la figura del alcalde de pueblo, que no tiene remuneración alguna -el alcalde de Siero acaba de aprobar una asignación de cincuenta euros mensuales a sus delegados de Alcaldía para gastos menores-, que no dispone de horas suficientes, ni por el día ni por la noche, para ocuparse y preocuparse de los problemas de la comunidad en que vive, que su labor no siempre es reconocida y que cuando lo hace bien casi nadie se lo agradece, pero en cambio si tiene algún error, entonces todas las culpas son para el «vistor».

Hay que pensar que los que entienden de estas cosas de la Administración local, que así se llama a la que legisla todas las cuestiones de los ayuntamientos, no hagan desaparecer, con la nueva ley, la figura imprescindible del alcalde de pueblo. Esta modesta autoridad local, además de ocuparse de expedir los certificados que le son propios, tiene como misión fundamental el promover toda clase de acciones comunitarias tendentes a mejorar las condiciones de vida de sus vecinos, que abarca desde convocar estaferias hasta salir por las casas a solicitar la ayuda económica que hace falta para realizar esas obras menores que los ayuntamientos, por quedarles muy a trasmano, tienen olvidadas. Y también se ocupan de transmitir a alcalde y concejales la problemática del pueblo, de insistir una y otra vez en que es necesario reparar una carretera o cambiar las bombillas del alumbrado que están fundidas. La gestión del alcalde de pueblo sirve de puente directo entre la Corporación municipal y los administrados. Nadie mejor que el «vistor» conoce lo que hace falta en su barrio, en su aldea, en su pueblo o en su parroquia.

El alcalde de pueblo tiene siempre su «oficina» abierta al servicio de sus vecinos. No fija horarios. Tiene que dejar incluso de ocuparse de su propio trabajo para atender las demandas del pueblo al que sirve. La desaparición de esta figura, si no lleva implícita otra que le sustituya, aunque sea con distinto nombre, será un golpe bajo para las pequeñas entidades de población que no siempre cuentan con una asociación vecinal que sea la que dé la cara cuando hace falta. Por otra parte, cada pueblo puede compatibilizar perfectamente ambas figuras: alcalde y asociación vecinal. La labor que se puede realizar con la armonización de ambos siempre será mucho más eficaz que si el «vistor» tiene que trabajar en solitario.

Esa nueva ley de Administración Local aún no está perfilada. Pero convendría que desde nuestros ayuntamientos -desde todos- y desde el propio Gobierno del Principado se hiciese llegar a los redactores de la ley en cuestión que la figura del alcalde de barrio, o delegado de Alcaldía o alcalde de pueblo -lo de «vistor» me parece que es denominación puramente comarcal- no debe de desaparecer si no viene acompañada la reglamentación nueva de otro cargo sustitutivo del actual. Son muchas las cosas que hay que hacer en los pueblos que a veces resultan desconocidas para las comisiones de gobierno de nuestros ayuntamientos y que, sin embargo, es preciso atender para el desarrollo y la buena marcha de la pequeña comunidad vecinal.

Por otra parte, el alcalde de barrio suele actuar también como juez de paz cuando hay pequeños conflictos vecinales. Un buen alcalde pedáneo -que también así se llaman y me vino ahora a la mente esta denominación- suele evitar, con su intervención de buena fe y de buena vecindad, conflictos que pueden acabar en los tribunales de justicia, con el consiguiente encono por las partes, terminando en enemistades de por vida. Una linde de una finca, un poste que se cambia de sitio, un finso o muñón que desaparece de la noche a la mañana o que quedó enterrado por el tractor ocasiona, con cierta frecuencia, pequeños litigios entre vecinos, ambos amigos del alcalde del pueblo, que éste, con su buena mano izquierda y con ayuda de la derecha, puede solucionar. Y que de hecho soluciona en muchos casos.

Esto de que se tienda a dejar arrinconadas figuras de nuestros pueblos que son conocidas desde hace siglos me preocupa bastante. Me gustaría saber quién ha sido el «ingeniero» de cuya mente ha salido la idea de que quede derogada o sustituida una ley que anula a nuestros alcaldes de pueblo. Quizás ese mismo «ingeniero» no conozca, ni en fotografía, cómo funcionan nuestras pequeñas comunidades. O es hasta posible que el «ingeniero» sea tan bueno que lo sepa todo muy bien, que haya recopilado información adecuada y que con la nueva ley el alcalde de pueblo sea elevado en su categoría, tenga una dotación económica adecuada para al menos ser recompensado por las muchas horas que pierde de sus ocupaciones para atender los intereses generales del pueblo y goce también de una autoridad que le haga ser respetado por todos y no solamente en virtud de su amistad y relación con los vecinos. Que siempre hay algún «rebelde» que no quiere ceder un par de metros de una sebe para ensanchar un camino.

Hay que dejar bien claro, y decirlo también con la suficiente rotundidad, que el alcalde de pueblo no solamente no tiene que desaparecer como figura emblemática de la pequeña comunidad, sino que su figura tiene que ser reforzada al máximo que permita precisamente esa ley que se está preparando. Jamás un buen alcalde de barrio o «vistor» ha pedido nada para sí mismo. Trabaja siempre en beneficio de los demás, de toda su comunidad. Y desde la misma ley y desde las mismas corporaciones municipales su misión debe de ser apoyada al máximo si es que queremos que los pueblos tengan alguien que vele por el bienestar de todos los vecinos. Puede cambiarse su nombre, su denominación, pero nunca dejar esa figura tirada en la cuneta.