«Si la pena de muerte es ejemplar, como dicen, reconózcase que pagamos a buen precio la ejemplaridad. Nunca he dejado de matar al prójimo por miedo al patíbulo. Pero mi experiencia personal nada vale contra los argumentos sacados de la filosofía. (...) Falta la prueba del escarmiento, pues el único escarmentado se va al otro mundo, sin más ocasiones de hacer bueno el refrán. No importa: la pena de muerte se cumple en razón de su ejemplaridad. (...) Nosotros decimos que el cangrejo es un crustáceo, pero él no lo sabe; tal es la ciencia. El criminal, dándose al palo, restauraba, también sin saberlo, la armonía del derecho; tal es la metafísica. De estas alturas vertiginosas hemos descendido al llano de la utilidad; hemos echado pie a tierra. Al reo se le mata para que otros, por puro espanto, dejen de matar. Consecuencia: la pena de muerte es valiosa en tanto se publique. Si ahorcaran a escondidas, suprimido el ejemplo, ¿a quién aprovecharía el garrote? A nadie». (Azaña. Uno muere por todos)

Muerte de un tirano. Comerse a los caníbales. Aplicación de la pena capital a un verdugo que fue derrocado por las tropas estadounidenses. Pax romana. Bush como agente de la romanización en esta hora de la historia frívolamente llamada posmodernidad. ¿Por civilizar se entiende servir en bandeja a un Gobierno títere la posibilidad de aplicar la pena de muerte? ¿Es ésa la gran aportación que hace a día de hoy el llamado Primer Mundo al Tercero? Mal andamos, me parece. Sí, muy mal.

El asesino Saddam, que mató, torturó y gaseó. El sanguinario dictador que hizo del crimen y del horror el cruento cronicón de su mandato. El hombre al que en su momento hicieron fuerte contra Irán los mismos que años más tarde terminaron por derribarlo. ¡Qué ejemplaridad la que acabamos de conocer!

Imágenes que producen escalofríos. Ejecución que, según se dice, se llevó a cabo en un lugar más o menos secreto. Las grabaciones vinieron después. ¿Qué argumentos se esgrimirán a favor de esto, más allá de lo que declaró Bush, hablando de un juicio justo?

Romanización que facilita la pena de muerte para un facineroso que subyugó a sus compatriotas. Y no es el pueblo sublevado contra su opresor, como sucedió con Mussolini y más recientemente contra Ceaucescu. Tampoco es Nuremberg.

De cuantas declaraciones se han producido a raíz de la ejecución de Saddam, habría que destacar la efectuada por el Ministerio de Exteriores de Francia, en el sentido de que «el conjunto de sus socios europeos aboga por la abolición universal de la pena de muerte».

¿Y qué voces y qué ecos se oyen que procedan de los ámbitos del pensamiento? No hay en el mundo un pensador de la talla y del coraje de Bertrand Russell, del que es fácil suponer lo que hubiera dicho ante esto.

Hay dictadores que se mueren sin comparecer en un juicio por los crímenes que han cometido. El más reciente caso de esto es Pinochet. Otros, como Saddam, son condenados a la pena capital. Mientras, la ciudadanía mundial puede preguntarse por la forma en que se administra la justicia en este planeta tan globalizado que habitamos.

Saddam se va de la vida y de la historia sin haber pasado por un juicio que, de veras, tuviese como misión suprema escenificar y probar los crímenes por él cometidos. Se representó una liturgia sin grandeza, sin ambición estética, sin que se viese voluntad alguna de hablar en pro de las víctimas de este sujeto, sin que se rindiese la solemnidad debida a la Justicia. Este individuo se hizo merecedor, sin duda, de pudrirse en la cárcel. Y el daño por él causado demandaba un juicio sin sordidez, un juicio en el que se pusiesen de relieve sus fechorías. El personaje en cuestión no se merecía solemnidad alguna. Sus víctimas y la Justicia, sí, suponiendo, perdón por el sarcasmo, que de romanizar se tratara.

Bush el romanizador. Los hombres de las Azores, como garantes de la justicia internacional. La pena de muerte, abolida en la mayoría de los países de Occidente, que aplica la administración de justicia de un Gobierno polichinela.

Martín Pallín acaba de explicar muy bien en un artículo la lectura que se pretende difundir en el mundo mundial acerca de la ejecución del genocida iraquí: «El mensaje es inequívoco: la guerra tenía su justificación, derrocar a un tirano y colgarlo como un vulgar cuatrero del oeste americano».

Hela ahí la romanización de nuestros días. Que se haga justicia al modo más burdo del oeste americano. Y el mundo debe asistir a esta película de vaqueros donde el bueno es Bush.

Una de vaqueros. ¿Cómo no recordar a Aznar hablando con acento chicano? ¿Cómo olvidar aquella foto de las Azores? ¿Cómo no tener presente que, años antes de todo eso, a nadie le escandalizó que Saddam hiciese carnicerías contra los kurdos, puesto que en aquel entonces era un aliado para frenar a Irán?

Bien se sabe que Saddam no es digno de compasión ni de lágrimas. Lo que indigna es que el Primer Mundo haga de guardián para que pueda aplicarse la pena de muerte. ¿Acaso no se entiende por romanizar la incorporación de las grandes conquistas de la civilización más avanzada? ¿Acaso la madre de todas las batallas de la romanización no fue el derecho? Por lo demás, en Irak, siguen el jaleo y el alboroto.

¿Nos hablarán de pax romana?

Si según el apasionado libro de Glucksmann, la literatura de Dostoievski estuvo en Manhattan en el atentado de las Torres Gemelas, ¿se pregunta alguien qué diría Raskólnikov, el protagonista de «Crimen y castigo», en este juicio? Sus teorías sobre la pena de muerte dan de sí. Se lo aseguro.