Poca gente sabe que en la agenda de Érika Ortiz Rocasolano estuvo presente Llanes al menos en dos momentos. Uno, antes de la boda de su hermana, y otro después. Sigue sin desdibujarse en nuestro recuerdo el día que la conocimos: aquella tarde de marzo de 2001 en que llegó a la Casa Municipal de Cultura con un fular enroscado al cuello, una bolsa de plástico con cuatro cintas de vídeo y la misión y la ilusión de dirigir a lo largo de cuatro miércoles un cinefórum patrocinado por el Instituto Asturiano de la Mujer.

-«¿Érika...? ¡Coime! ¡Suena a nombre alemán!», le comenté al presentarnos.

-«Pues de alemana nada de nada, aunque sí estuve un tiempo en Berlín con una beca "Erasmus"», dijo ella. Hasta que llegó la hora de proyectar la primera película («Flores de otro mundo») echamos los dos una parrafadina sobre el resurgimiento cultural de la capital alemana, que tiene en el barrio de Kreuzberg el epicentro de la cultura alternativa más vital que conoce Europa. Érika estaba muy puesta en el asunto.

El segundo engarce llanisco en aquella agenda tuvo lugar cuatro años después, a través de su participación profesional en el diseño de los decorados del ballet «Blancanieves», del director y coreógrafo Ricardo Cue. Como miembro del equipo de la productora Globomedia de Emilio Aragón (autor de la música de esa obra), Érika trabajó seis meses a plena satisfacción de Cue -un artista nacido en la Cuba precastrista e hijo del Llanes indiano y cosmopolita, que ha dirigido espectáculos de ballet en los mejores teatros del orbe-. Los treinta y cinco bailarines contratados no supieron hasta el último momento que la moza entregada a su trabajo era hermana de la Princesa de Asturias. No faltó en su puesto ni el día que Letizia dio a luz a Leonor, en vísperas del estreno de «Blancanieves» en el Arriaga de Bilbao. «¡Nos veremos un verano de éstos en Llanes!», le dijo al coreógrafo llanisco al despedirse, según me recordaba el propio Ricardo Cue el otro día.

Ahora, las mismas lumbreras que interpretan, roen y analizan habitualmente la leonera de los famosos y famosillos de este país son los intérpretes, los roedores y los analistas de la muerte de la hermana pequeña de la Princesa de Asturias. Y esto da mucha pena.

En realidad, ese fallecimiento constituye como el reverso que llevan consigo a menudo los cuentos de hadas. Estamos ante un «anticuento» sin colorines, ante el «contracuento» de un hada doliente, tímida y discreta, instalada a su pesar en un punto de mira en el que lo más fácil era sucumbir al estrés y padecer la presión mediática. A Érika se le empezaron a cruzar un día en el camino los micrófonos y las cámaras de «Aquí hay tomate» y ahí, seguramente, se acabó para ella la libertad y el oxígeno. Un cierto periodismo de botellón, ahora extraordinariamente expansivo en España, la sometió a intenso asedio sin molestarse en intentar descubrir cómo era en el fondo aquella frágil muchacha licenciada en Arte y destinada a ser cuñada de un rey. Desubicada, desprotegida, divertida, utópica y digna como una hippie del Kreuzberg berlinés, en las fotos oficiales de la boda de su hermana con el Príncipe heredero, Érika no sólo supo lucir, entre tanta sangre azul, el vestido rojo y la pamela roja, sino también -y sobre todo- la sangre roja y plebeya. Su fragilidad fue un poco nuestra fragilidad. Que Dios la tenga en la gloria.