Un estudio realizado por una consultora de nombre impronunciable clasifica los directivos de empresa en la Unión Europea dentro de cinco tipos. Gran Bretaña tiene preferencia por los directivos «normativos» (allí, el 43% de ellos), que son poco abiertos a los cambios y siempre reticentes a aumentar la autonomía de sus empleados. Los «fríos» abundan en Alemania (35%) y en las grandes organizaciones de todo el mundo. Son reticentes a modificar la cultura laboral y se preocupan poco por el bienestar de sus colaboradores. Francia tiene predilección por los «inquietos» (30%), más pesimistas y poco estratégicos. En Italia imperan los «mutantes voluntarios» (33%), que no es un conjunto musical, sino directivos abiertos a transformaciones y muy comunicativos. Manifiestan su preocupación por la formación y satisfacción del trabajador. En España predomina la quinta categoría, el directivo «innovador social» (37%), que es optimista e intenta conciliar los deseos de sus colaboradores con la búsqueda de resultados.

Si la Administración pública es reflejo de la sociedad y, por tanto, de sus empresas, nuestros directivos públicos profesionales no serán muy distintos de aquéllos y tendrán muchas de sus características. Las escuelas de negocios enseñan que ser un buen directivo es muy difícil porque supone un equilibrio entre contradicciones. Hacerles frente con éxito es una tarea que va destacando a los mejores en cada organización. Como en la teoría de la selección de las especies de Darwin.

Para empezar, el contenido de su trabajo exige identificar problemas y aportar soluciones. Lo primero necesita capacidad de abstracción y lo segundo obliga a ser concreto. Se nos acusa a los funcionarios de «llegar con un problema y salir con dos». Eso por preguntar. Los ejecutivos excelentes armonizan la innovación o las grandes ideas con la resolución. Mientras que el gestor pregunta cómo y cuando, el directivo se pregunta qué y por qué.

De manera similar, el día a día del directivo público reclama ser líder y administrador, lo que pondrá en juego cualidades sociales o personales junto con habilidades profesionales, por ese orden. Los temarios de oposiciones sólo incluyen áridos temas jurídicos o económicos y no pueden garantizar esas herramientas. Avalan la capacidad de trabajar solo, pero no en equipo. Piense el lector en el desamparo del «paracaidista». Así denominamos, en esta fauna administrativa, al joven licenciado que, tras superar unas oposiciones libres, debe ejercer como técnico (los cientos de temas del programa) pero también como jefe. Y que los colaboradores se sientan dirigidos pero también autónomos. Otra contradicción. Nuestro joven administrador debe cuidarse de otras especies depredadoras, máxime si codiciaban su puesto. Así, el «Rasputin», funcionario inteligente que gusta de ser imprescindible y hace acopio enfermizo de tareas pero también intenta influirle, es muy peligroso en terrenos pantanosos. O el «Niveles», eficiente pero obsesionado por la retribución o con puestos que mejoran la ídem, es una gran fuente de información en la oscuridad. O el «Controles», poco dinámico, sólo piensa en el corto plazo y está siempre a la defensiva, es muy apreciado cuando suenan rugidos cercanos. De vez en cuando aparece una perla: el «Emprendedor», proactivo, creativo entusiasta de los nuevos proyectos. No elude el riesgo y se compromete; alejarse de él puede ser aconsejable para los funcionarios conservadores, porque, ya se sabe, en la Administración pública por no hacer nada nunca pasa nada. Pero quien se equivoca sufre las consecuencias.

Aquí aparece otro doble rol del directivo: obtener resultados y crear situaciones que permitan soñar y crecer a sus colaboradores. No digo que lo logre, pero sí que lo posibilite. Un sector critica la devaluación, con los trabajadores del conocimiento, de la jerarquía y del principio de autoridad, en favor del consenso y la persuasión. Por razones sociológicas, políticas o hasta sindicales se benefician otros principios como la coordinación y cooperación. Su misión es crear situaciones que permitan motivarse. Y aquí un punto muy importante es la promoción profesional. Los mandos intermedios buscan que la Administración les ayude a crecer en su carrera administrativa. Póngase en su lugar: la ausencia de expectativas convierte el trabajo rutinario en una condena. Por eso tanta gente languidece o se quema y crece un estereotipo que, en Salamanca, personificaba un tal Pepe «Noestá», aunque sí su chaqueta. Woody Allen los caricaturiza: «Hay que trabajar ocho horas y dormir ocho horas, pero no las mismas».

El proyecto de ley del Estatuto del Empleado Público que se tramita en el Senado incluye en el artículo 13.3 los principios de la responsabilidad de la gestión del personal directivo profesional, que estará «sujeto a evaluación con arreglo a los criterios de eficacia y eficiencia» y al control de resultados en relación con los objetivos que les hayan sido fijados. Este tratamiento específico de la figura del directivo, en un intento de darle una singularidad y una importancia radical en el sistema funcionarial, es, desde mi punto de vista, una muy acertada apuesta que justifica el retraso de casi tres décadas en esta ley. Pero necesita voluntad para implantar, sin clientelismos ni simpatías políticas, unos mecanismos de evaluación del desempeño para estos altos funcionarios que se encuentran interpuestos entre las autoridades políticas y la base.

El Ministro de Administraciones Públicas prevé realizar la denominada «evaluación de los 360°», es decir: el jefe evalúa a sus colaboradores, éstos al jefe y todos a sus compañeros. Las unidades administrativas en contacto con el público reciben también su opinión. ¿Llegará a generalizarse, algún día, esta evaluación en todas las administraciones públicas? Los indicadores son instrumentos esenciales para la gestión por objetivos, la evaluación de políticas, la calidad y la rendición de cuentas. ¿Apoyarán los sindicatos su implantación? Supongo que exigirán un proceso transparente, con criterios objetivos y dar ejemplo al comenzar por los máximos responsables de las organizaciones. A los políticos los evaluamos cada cuatro años.

¿Tendrá alguna consecuencia práctica esta evaluación? El incentivo de «productividad» intenta retribuir este capítulo. No puede ser fijo, pues desvirtúa su propósito y el Tribunal de Cuentas podría apreciar responsabilidad contable si se reparte linealmente entre toda la plantilla. Frente a lo que pudiera pensarse, la inmensa mayoría del funcionariado (¡90%!) opina que las retribuciones deberían ir ligadas al rendimiento y a la calidad del trabajo efectuado, según se desprende de la encuesta que el (CIS) ha realizado entre empleados públicos en 2006, que puede descargarse en www.fiscalizacion.es. En ella, la mitad de los funcionarios del Estado consideran que su trabajo y esfuerzo «no están debidamente valorados por sus superiores», a pesar de lo cual un 87% se siente muy útil. Dos de cada tres se encuentran muy satisfechos del empleo, aunque manifiestan carecer de una carrera administrativa satisfactoria. Lo más inquietante es que sólo un 10% de los funcionarios considera que su promoción depende de hacer bien su trabajo. Otra aparente contradicción que debería hacernos reflexionar.

Antonio Arias Rodríguez, síndico de Cuentas del Principado de Asturias.