Para una ciudad como Oviedo, el cierre de un pequeño establecimiento no es noticia. Sin embargo, invita a una reflexión el reciente cierre del popular y clásico salón de juegos El Trébol, situado en la no menos clásica calle González Besada. Su desaparición, tras cincuenta años de servicio, representa una prejubilación obligada. Suponía un anacronismo mantener abierto, en tan céntrico lugar, un salón recreativo con máquinas de golosinas, máquinas de bolas («pin-balls») y el inefable futbolín, cuyo inventor, Alexandre Campos Ramírez, también falleció este mismo año. Parece que El Trébol estuviera esperando su pérdida para rendirse. Ahora son los tiempos de la Nintendo y de los juegos virtuales que agotan el tiempo y las neuronas de los chavales.

Mucho han cambiado la sociedad y la economía. Apunta el profesor Emilio Fontela que «explorar el futuro de la tecnología es, al mismo tiempo, explorar el futuro de la economía». Y, por lo tanto, de los estilos de vida. La modificación del trabajo humano, instrumental durante la era industrial, da paso a la incorporación del conocimiento como principal fuente de productividad, de la «inteligencia» en los objetos, con gran peso relativo de la calidad y el diseño.

Los salones recreativos surgieron como sencilla respuesta tecnológica a la demanda de ocio juvenil y, tras el sarampión de alojar a algunos desocupados y rufianes, pasaron en nuestra democracia a alzarse en lugar de esparcimiento, con juegos de destreza manual y competición donde emplear los exiguos dineros de la época; alguno de nuestros actuales economistas, que estudiaban en aquella humilde Facultad de los años setenta, situada a unos pocos metros de El Trébol, sacrificaron más de una clase de Matemática Financiera para descubrir el capital relacional o emplearse a fondo en tan inocentes desahogos, examinándose en la jerga de la «falta», la «partida» o la «bola extra» y acometiendo desafíos encarnizados al futbolín o al tenis de mesa. Otros recordarán la excitación del ruido seco de la acerada bola golpeando contra las setas centrales en aquellas máquinas de dos mandos laterales. Los más veteranos quizás se emocionen añorando las canciones de «Los Módulos» en la máquina de discos, por una peseta.

Las sociedades mueren y renacen merced a la capacidad de aprovechamiento del potencial de productividad y de crecimiento derivado del cambio tecnológico y organizativo. Suele afirmarse que la introducción de las actuales tecnologías de la información y la comunicación tiene una importancia comparable a la aparición de la electricidad a fines del siglo XIX, o del automóvil en la segunda mitad del siglo XX. La economía del conocimiento trae nuevas formas de producir, de trabajar, de relacionarse, de vender productos y de innovar en los diseños organizativos. En un contexto globalizado donde se compite en base a conocimiento y tecnología (más que mediante reducciones de costes) también cambian las formas de distribuir y de consumir.

Al igual que el vídeo mató a la estrella de la radio, aquellos sencillos engranajes de las máquinas recreativas perecen a manos de los juegos de ordenador, variados, asequibles y sin necesidad de desplazamiento del usuario. No se pueden poner puertas a internet. La industria discográfica mundial no podrá evitar que, pronto, la música digital se distribuya desde paraísos fiscales, con costes mínimos y sin soporte físico que generará nuevos modelos de negocio. El CD desaparecerá como lo hizo el casete, el vinilo o las gramolas de los salones recreativos. Otro percal de nuestro tiempo son las apuestas por internet; una actividad alegal que facturó 413 millones de euros en España durante 2006, con un incremento del 65% respecto al año anterior. Algunos promotores operan desde Inglaterra, Austria o Malta, donde están permitidas las apuestas deportivas privadas. Además, una trascendental sentencia del Tribunal Europeo de Justicia («caso Placanica», de 6 de marzo pasado) les ha dado la razón y puesto en jaque el monopolio estatal de estas apuestas. Amparado en el libre comercio europeo, el «juego remoto» amenaza la regulación española de loterías y plantea una gran dificultad recaudatoria al fisco nacional. Hay mucho dinero comprometido en estos lances.

En las últimas décadas, hemos asistido al paso de un sector del juego desregulado a otro fuertemente intervenido y en libertad vigilada; de la empresa familiar a los grandes grupos nacionales y multinacionales; de las tasas testimoniales a unos jugosos impuestos sobre el juego; del desafío en pandilla al juego «autista»; del joven que se evadía del inaccesible y único televisor en blanco y negro del domicilio paterno, al joven enganchado al ordenador y atrincherado en su cuarto, pero conectado con argentinos o australianos; del pitillo a hurtadillas al botellón público; del joven que peregrinaba a las fuentes del ocio, al que cómodamente espera hoy día que las administraciones se lo proporcionen todo, gratis e instantáneamente.

Por eso, el cierre de El Trébol ha de percibirse como la desaparición de una especie en extinción que nada tiene que ver con el actual panorama de salones recreativos destinados a pasivas máquinas de azar con premio económico, de clientes con aire culpable y aspirantes a ludopatías sin cuento. Compartir es una verbo en reconversión.

Antonio Arias Rodríguez. Síndico de Cuentas del Principado de Asturias.