Esperad un poco, decía a los antidisturbios de la Policía Armada -desde el quicio de la puerta de la rectoral- aquel joven sacerdote casi recién salido del seminario. Que haya calma, señores, que ahí dentro están los mineros para ver si se arregla esto.

Eran los momentos de la primera huelga convocada en Mieres contra el franquismo -a principios de los años sesenta-, y se escribía así una nueva página en la crónica social y política de la lucha obrera en Asturias. El párroco de Santa Marina, el llanisco Luis Díaz García, se vio inmerso en aquello y actuó serenamente con el mejor sentido evangélico. Había que saber mediar (que equivale a saber lidiar), y tenía a su espalda, en el salón de la casa rectoral, a los huelguistas, debatiendo -como en un lienzo de Ramón Casas- sobre los pasos que se iban a seguir en la acción reivindicativa. Logró que la Policía no entrase a desalojar, y luego, cuando terminaron su asamblea, los huelguistas salieron tranquilamente, y cada uno marchó a su casa.

Debido a la huelga, en las familias no entraba ni un céntimo y se empezaba a palpar calamidades. El cura se arremangó y contribuyó a paliar la situación mediante la aportación de las perras recaudadas en la parroquia para construir la iglesia, que entonces aún no tenían (hacían los oficios litúrgicos en una escuela). Como en época de guerra, tradujo la ayuda en vales para patatas, para pan, para azúcar, para arroz, etcétera, productos básicos que, de otro modo, no se podían conseguir. Además, y con el mismo fin humanitario, el Socorro Rojo Internacional le hizo llegar a la parroquia dinero, que él supo canalizar debidamente.

La primera huelga había pillado a todos desprevenidos, pero sirvió para aprender una lección, de modo que en las movilizaciones subsiguientes la gente estaría más preparada y contaría con remanentes ahorrados para poder sobrellevar la lucha obrera. En todo caso, en aquella ocasión don Luis pudo frenar la represión, o contenerla, y los mierenses le quedaron muy agradecidos. Todavía evocan con cariño su apostolado y su compromiso cristiano.

Luis Díaz García nació en 1931 en el castizo barrio de El Cuetu, en Llanes, hijo del llanisco Pedro Díaz (un repartidor de la panadería Muñiz, que moriría en las filas republicanas durante la batalla del Mazucu, en el otoño de 1937) y de la corita María Teresa García. Se crió en Cue, el pueblo natal de su madre (en cuya iglesia de San Román celebraría su primera misa en 1955, según nos cuenta Luis en su libro «La parroquia e iglesia de Cue cumplen doscientos años»), fue alumno de La Arquera y seminarista en Tapia de Casariego, Valdediós y Oviedo. Tímido, de expresividad contenida y amigo de ilustrar o alegrar la liturgia con su buena voz de entre barítono y bajo, este religioso representa más de cincuenta años de sacerdocio, que ha ejercido únicamente en dos destinos: Mieres (primero como coadjutor y después como titular de la parroquia de Santa Marina, una barriada de 5.000 vecinos), donde pasó veinticuatro años; y Llanes, en cuya parroquia de Santa María sucedió a Gil Ganzaraín y lleva como titular otros veintiocho años. Medio siglo de una trayectoria presidida por eso tan infrecuente actualmente como es la vocación de servicio a los demás. Ni el más furibundo anticlericalismo de pandereta -ahora en alza- podría tapar sus méritos.

Hoy, sábado, el Ayuntamiento de Llanes le nombrará hijo predilecto, y este reconocimiento, que a él seguramente ha de parecerle excesivo, va a llenar de alegría a muchísima gente.