Los internautas celebramos hoy el «Día mundial de la sociedad de la información». Como todo en la red, esta fiesta es fruto del empuje de la sociedad civil y nos permite reflexionar sobre los grandes cambios que presenciamos.

Una de esas transformaciones se revela en las bibliotecas, ahora pomposamente denominadas «centros de recursos para el aprendizaje y la investigación», que satisfacen unos hábitos sociales de estudio, con intereses y horarios diferentes. No me refiero al nocturno uso que los estudiantes hacen de las salas de lectura durante las fechas de los exámenes, sino a los nuevos fondos bibliográficos y documentales; a las «bibliotecas sin fronteras», que ofrecen servicios sin necesidad de acudir a sus instalaciones y dejan de poseer grandes colecciones para distribuir información. Nuestros serviciales bibliotecarios pasaron de ser custodios de libros a gestores de información.

La riqueza bibliográfica futura se fundamenta en el potencial para acceder a la documentación electrónica, más que en los grandes depósitos, como hasta ahora. Aquellos costosos patrimonios ya no son garantía de una oportuna prestación del servicio público. Los miles de valiosos libros del siglo XVII y XVIII propiedad de la Universidad de Salamanca apenas sirven para impresionar al visitante por su gran valor sentimental. Hoy, gracias a internet, la «mediateca» arrincona a la «papelteca», al viejo Aranzadi, que tanto adornaba en las estanterías de los despachos de abogados.

Las nuevas bibliotecas digitales utilizan licencias de uso de los recursos informáticos que permiten a sus clientes el acceso a las bases de datos y revistas electrónicas, en lugar de impresas en papel. Cada Universidad debe contratar costosas suscripciones en línea, emprender trabajos de digitalización y disponer de potentes servidores de información. Las empresas del sector de la distribución de revistas están encantadas con la creación de nuevas universidades porque requieren nuevas licencias. Para evitar la duplicidad de gastos, las comunidades autónomas, con varias universidades, han creado consorcios, estableciendo la inevitable especialización, tanto en las instalaciones como en los conocimientos del bibliotecario.

El año pasado, el Tribunal de cuentas de Francia reprochaba a las bibliotecas universitarias la ausencia de encuestas de satisfacción para determinar con precisión cómo responden a las exigencias y expectativas de sus usuarios. Los nuevos servicios en línea exigen también nuevas herramientas de evaluación de la calidad, algunas de impacto internacional, como la promovida por el equipo de investigación de Enrique Herrera-Viedma, colaborador codo con codo de Óscar Cordón, uno de los investigadores principales del centro de SoftComputing de Mieres.

En la próxima década, nuestra herencia cultural, la mayoría de los conocimientos del mundo, se habrá digitalizado y estará disponible en la red. ¿El conocimiento humano a disposición de todos? Esto transforma esas obras en una suerte de bienes públicos globales, una nueva categoría cuyo uso y efectos externos van más allá de fronteras y regiones, poblaciones o generaciones.

Cuando en el año 2004, el buscador americano Google anunció el proyecto de digitalización masiva de libros, se movilizaron las instituciones culturales europeas frente al peligro hegemónico de una sola compañía en la difusión del saber. La comisión europea respondió creando la biblioteca virtual europea que se desea inaugurar en el año 2010.

Por lo tanto, varios proyectos de digitalización públicos y privados avanzan simultánea y concurrentemente. Mientras, Google continúa su carrera de fondo y ya ha cerrado acuerdos (dentro de un absoluto hermetismo) para digitalizar los contenidos de las bibliotecas de las universidades más importantes del mundo: Michigan, Stanford, Harvard y Oxford. A la brecha digital se le sumará la trinchera del idioma. En España, la multinacional ha elegido a la Universidad Complutense para digitalizar sus fondos bibliográficos libres de derechos de autor: 300.000 documentos en seis años.

Para los autores surge un choque entre «modelos de negocio»: el clásico precio de la copia frente al moderno enlace gratuito pero patrocinado. Hoy día, reproducir y transportar virtualmente obras sale casi gratis. No es un acontecimiento nuevo, porque la imprenta ya había abaratado las copias frente a los amanuenses. En poco tiempo, los contenidos de todos los libros podrán aparecer en una búsqueda en Google, acompañados de un enlace a la librería virtual y otro a las tiendas físicas que tienen ejemplares en mi ciudad. ¿Es una amenaza o una oportunidad? ¿Deben oponerse los editores? Y lo más importante, ¿servirá para algo que se resistan?

Por último, una referencia obligada a la biblioteca www.cervantesvirtual.com el filántropo proyecto en lengua castellana del Banco Santander y la Universidad de Alicante. ¿Saben cuál es su obra más consultada? ¡Al fin!, el «Quijote», aunque en su versión de fonoteca: una grabación dividida en capítulos de 15 minutos cada uno.

Los contenidos en red se han vuelto habituales en muy poco tiempo. Este mundo virtual cada vez más real ha sufrido una revolución, donde los más lentos e inadaptados han ido dejando paso a los resueltos y ágiles. Así, los materiales digitalizados o nuevos modelos de licencias se consolidan y actualizan todos los días. La red progresivamente hace suyo el antiguo «citius, altius, fortius» de las Olimpiadas y sólo quienes ostentan un miope interés pueden desoírlo: «más rápido, más alto, más fuerte».

Antonio Arias Rodríguez. Síndico de Cuentas del Principado de Asturias.