Los tunicados son animalitos hermafroditas parecidos a una botellita que viven en el fondo marino. Cuando se reproducen, generan una semilla inteligente, como un renacuajo, cuyo cerebro sólo dura una hora, el tiempo suficiente para encontrar un lugar idóneo donde establecerse. Llegado a él, mete la cabeza y absorbe su propio cerebro, que ya no necesitará durante el resto de su feliz existencia.

Nuestro catedrático de Organización de Empresas, Juan Ventura, suele comenzar sus charlas sobre gestión de recursos humanos con este modelo de comportamiento, escuchado en el programa científico «Redes». El mensaje es claro: huir de la comodidad, buscar retos, innovar, evitar el empobrecimiento emocional.

Las grandes compañías, como las administraciones públicas, imponen una rutina en el equilibrio trabajo-vida basada en las horas de presencia en la oficina: la jornada laboral. En las entidades locales y autonómicas la norma general es una presencia de 35 horas (hasta 37,5 horas para quienes tengan dedicación «especial»). También es revelador el horario, de 8 a 15 horas, que algunos jefes continúan durante la tarde, hasta las cuarenta horas. Cierto es que en período estival se reduce una hora diaria.

La alternativa es el horario «europeo» (ahora, implantado en la Administración del Estado, es decir: ministerios de Madrid), de 9 a 17, para todo el mundo, con una interrupción mínima de una hora para la comida. ¿Qué sistema es mejor? El número de horas anuales es similar, ¿y la productividad?, ¿y la motivación?

Frente a la minuciosa regulación de los permisos y licencias, la jornada de trabajo es despachada en tres líneas por el reciente Estatuto Básico del Empleado Público, señalando que será establecida por cada Administración como materia negociable con los sindicatos y que podrá ser a tiempo completo o a tiempo parcial. Con ello se abre la posibilidad legal, únicamente existente en el caso de los profesores de Universidad, de que exista personal funcionario (no laboral) en régimen de dedicación parcial, aunque se deja vacío de todo desarrollo.

En el sector privado, las reivindicaciones sociales lograron el fin de semana de dos días en el último tercio del siglo XX. La reducción del tiempo de trabajo es una histórica conquista social amenazada por la deslocalización. En Alemania, Volkswagen y los sindicatos han enterrado la semana laboral de cuatro días, ante la caída en la rentabilidad de la compañía, firmando un acuerdo para ampliar su jornada laboral desde 29 horas semanales a 33, cobrando el mismo salario a cambio del mantenimiento del empleo hasta 2011.

El pasado abril la Cámara de Comercio de California patrocinó ante el Congreso del Estado un proyecto de ley para implantar el fin de semana de tres días: comprimir la jornada laboral en cuatro días de diez horas cada uno. ¿Dónde está la trampa? Los empresarios creían así acomodar mejor las plantillas a las necesidades laborales, y los trabajadores, ganar tiempo libre, ahorrando un viaje semanal. En una región donde la gran mayoría de los empleados conduce hasta el trabajo, ni los aspectos medioambientales lograron influir en su promulgación.

Intuitivamente, valoramos el trabajo en presentismo, como lo valoramos con teatralidades. Pero, ¿quién trabaja más? Puede ser quien hace más horas, o más aspavientos, o quien tiene la mesa más llena de papeles. O quien no tiene ninguno. Es un clásico dilema que siempre me ronda cuando visito un directivo. En principio, tener la mesa limpia es una muestra de orden, pero también de desahogo.

El célebre Parkinson advertía que un despacho desordenado es síntoma de desorden mental de la persona, pero un despacho absolutamente ordenado y sin ningún papel encima de la mesa es un síntoma de algo mucho peor. Eso por no hablar del teletrabajo, de la «oficina sin papeles» que está a la vuelta de la esquina, con su economía de desplazamientos y tiempos muertos, a cambio de grandes dosis de responsabilidad en el empleado y de un sistema justo de control de rendimiento por el empleador.

Sin embargo, seguimos con los clásicos instrumentos de control horario: el reloj de fichar, nombre que sugiere una ficha de cartón que se introducía con un metálico ruidito. Luego vino la tarjeta de banda magnética. Por último, empieza a imponerse la simple huella dactilar, que los sindicatos detestan.

En nuestra sociedad del conocimiento, Al Gore era partidario de «acabar de una vez por todas con la obligación de fichar a la entrada y salida del trabajo durante la semana laboral media», pues suponía desanimar al empleado que ve su obligación en términos de pura matemática horaria (y no como cumplimiento responsable de sus tareas, ya requieran más o menos tiempo), además de suponer costes de supervisión. Sin embargo, los auditores públicos consideran una importante limitación la inexistencia de control horario.

Los chips de las nuevas tarjetas inteligentes (como el cada vez más implantado e-DNI) facilitan visualizar en todo momento quién está en la oficina o en qué parte del edificio anda. Se trata del sistema de radiofrecuencias (RFID), con múltiples aplicaciones. El chip adherido al producto permite conocer el inventario instantáneo, buscar a un desorientado enfermo de alzheimer o resumir el itinerario del guarda nocturno de seguridad. No es ciencia ficción: se denomina trazabilidad.

Pero la tecnología siempre tiene dos caras. En este caso surgen complicaciones de privacidad. Unamuno decía que la resolución de un problema siempre crea otro nuevo. No faltará quien piense que en unas décadas la toma de posesión de un funcionario incluirá, junto al juramento o promesa, inocular ese dichoso chip inteligente, que también sustituirá nuestro cerebro.

Antonio Arias Rodríguez, síndico de Cuentas del Principado de Asturias