Imagine que retrocede doce mil años, cuando Europa albergaba una civilización llena de riesgos para la vida humana. Ese ejercicio será muy popular esta primavera, ante el previsible éxito cinematográfico de una superproducción con ese escenario.

Entonces, existían pequeños grupos liderados por un fuerte y experto cazador, cuya principal cualidad era la autoridad que despertaba en los restantes habitantes de la cueva. Era diestro en el manejo de aquellas rudimentarias lanzas. Era valiente en los momentos más peligrosos. Nadie osaba cuestionar su autoridad y los restantes miembros del grupo le tenían gran temor. Si alguien se desmandaba, él era ejemplar y aplicaba algo que popularizarían los mafiosos siglos después: «Si castigas a uno, enseñas a cien».

Con la división del trabajo llegaron las modernas organizaciones. Las oficinas. La gente convivía muchas horas en ellas; pero como el personal tenía sus propios criterios, surgieron los conflictos. Para moderarlos, apareció toda una industria que movía millones de euros: la motivación. Su atractivo descansaba en una promesa: que con suficiente aliento, potenciación y autoestima, los empleados llegarían a ser leales y productivos, en beneficio tanto de sus jefes como de ellos mismos.

Sin embargo, a pesar de los variados programas de incentivos, las encuestas demostraron que la moral del trabajador había llegado a mínimos críticos. Hoy una mayoría de los empleados afirma despreciar su carrera profesional. ¿Cómo es posible? Y, lo más importante, ¿qué se puede hacer?

Cuatro de cada diez españoles no están satisfechos con su trabajo, según el estudio «Cátenon de Satisfacción Laboral y Calidad de Vida 2007». Además, tres de cada cuatro consideran que para lograr el éxito laboral hay que renunciar a la vida personal. Sin embargo, un 73% aceptaría que le bajaran parte de su sueldo si ello conllevara una mejora en la calidad de vida, a través del horario flexible o el teletrabajo sobre todo.

Quizás haya que desenterrar al cazador de mamuts. Acaso, esas teorías de la gestión, cada vez más complicadas, sólo sirvan para ofrecer a los empleados una falsa confianza. Y lo que es peor: les infunde delirios de grandeza cuando el secreto de un equipo de éxito es que todo el mundo haga lo que yo digo. En cuanto se baja la guardia, te hacen una canción, como la que grupo gaditano «Mojinos Escozíos» dedica a los jefes.

¿Será posible que alguien haya visto la luz y haya desenmascarado tanto narcisismo en los trabajadores? Con ayuda de San Google no tardé en encontrar al subversivo gurú de los negocios, Dr. E. L. Kersten, autor de «El libro del arte de la desmotivación», sin traducción castellana. El buen doctor sabe que el verdadero éxito en el trabajo sólo puede lograrse cuando cada empleado conoce su sitio («¡y su sitio está por debajo de ti!», afirma).

El sarcástico texto está lleno de consejos y técnicas para ayudarte a desmoralizar totalmente a tus compañeros de trabajo, a los restantes empleados de la oficina. Vamos, como la selva del mamut. El propio autor define su obra como «una motosierra en las piernas del proverbial escalafón». Interesante. Además, asegura con su compra la facultad de reducir el ego de la plantilla, creando una auténtica y divertida división entre trabajadores y jefes.

Así, el Dr. Kersten recomienda que ignores a los empleados temporales, confundiendo sus nombres y subestimándoles: hacer como que no percibes sus éxitos, sus numerosas horas gratuitas e incluso limpiarte las manos después de saludarles. Sí, es «duro», pero los ejecutivos de éxito a veces tienen que ser crueles para ser buenos.

El arte de la desmotivación es un regalo ideal para cualquiera que deba tratar diariamente con esos egocéntricos empleados y está garantizado que deshumaniza el lugar de trabajo en poco tiempo. Nada mejor que estas fechas para poner en práctica estas revolucionarias ideas. Veamos:

Si realiza la institucional comida de Navidad, no permita sentarse por grupos de amigos. Colóquelos por jerarquía; es una costumbre arraigada en Japón que aquí les atragantará la celebración. No permita que ese empleado incómodo se disculpe otro año más de asistir al festejo. Podría servir de ejemplo al resto. Dígales a todos que se pasará lista y extienda el rumor de una reorganización inminente.

Por supuesto, no se le ocurra regalar nada. Utilice la disculpa de los auditores, o mejor, del interventor que pone problemas a todo; si no existiesen, vale el contable amargado. Aunque el argumento del interventor es más eficaz y sólo debe usarse en situaciones extremas.

Ocúlteles información sobre la vida corporativa. La ausencia de comunicación es otra arma fantástica para desorientar al personal. Hasta la usan los torturadores. Si usted es el único empleado que tiene toda la información, además se convertirá en imprescindible. Como puede ver, todo son ventajas con el revolucionario método del doctor Kersten. ¿Y para la institución? Eso es otro cantar.

Como no me gusta terminar de una manera pesimista, quiero compartir una anécdota sucedida hace unos días: pasaba al lado de una obra donde tres obreros se encontraban trabajando. Pregunté a uno de ellos: «¿Qué está haciendo?», a lo que me respondió: «Estoy colocando ladrillos». Pregunté al segundo lo mismo, y me contestó: «Estoy levantando un muro». Finalmente, me dirigí al tercero que silbaba mientras trabajaba y, ante la misma pregunta, se enderezó sonriendo y me dijo: «Estoy construyendo una catedral». La moraleja queda para el lector.

Antonio Arias Rodríguez es síndico de cuentas del Principado de Asturias.