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Corría el año 1540 cuando Francisco de Vitoria implantaba en sus clases de la Universidad de Salamanca la revolucionaria práctica del «dictado». El padre del Derecho Internacional permitía copiar su conferencia a los alumnos, que pronto comenzaron a acudir con papel, tintero y pluma. Habían nacido los apuntes.

No faltaron quienes, defendiendo las tradiciones, prohibieron dictar lecciones en los estatutos salmantinos de 1561. Hasta el obispo de Ciudad Rodrigo llegó a acusar tanta modernidad de «estragar a los discípulos sus entendimientos». Se consideraba que esta práctica, generalizada inmediatamente, perjudicaba el ejercicio de la memoria. Pero esta batalla la ganaron los estudiantes que hasta entonces empleaban el sistema medieval de repetir el texto de un libro leído por el profesor. Quizás usted aprendió así la tabla de multiplicar.

Solemos oír que el espacio europeo de Educación Superior incorpora un nuevo modelo de enseñanza-aprendizaje-investigación que exigirá al profesorado una docencia más activa, como las tutorías personalizadas, el uso de las nuevas tecnologías y el trabajo en equipo. Una complicación en un sistema donde la enseñanza era la actividad principal del profesor pero la promoción profesional se obtenía de la investigación.

Ahora el alumno cobra un nuevo protagonismo y vuelve a ser el centro de gravedad del sistema universitario. Sin embargo, en muchas titulaciones disminuye su presencia en las aulas y en los exámenes.

Todos los estudios confirman ese absentismo estudiantil y su influencia en las altas tasas de fracaso. ¿Qué pasa? Pregunto a un estudiante y me dice: «Si la clase es mala, no voy». Y es mala si el profesor repite los mismos apuntes todos los años, concluye. Otros, por el contrario, no irán a clase si los apuntes están muy bien hechos y colgados en la red. La realidad revela que a medida que el curso avanza las aulas van perdiendo alumnos. Primero los repetidores, después muchos varones (¡sí! las chicas son más constantes). Además su efecto se incrementa los viernes, hasta tal punto que en muchas facultades ese día ya no es lectivo.

Lo cierto es que hay una creciente preocupación entre el profesorado por la deserción de estudiantes. Las universidades llevan años incentivando el interés del alumno. Primero generalizaron los «cursos cero», los planes de mejora de las titulaciones, y hasta los aprobados «por compensación» para convertir al alumno en cliente. Odiado término éste (¡cliente!) en muchos ámbitos universitarios, que prefieren dirigirse a «la sociedad».

Otra buena razón para no asistir a la Facultad son las academias privadas, donde el estudiante sí es el «cliente». Debemos reconocer el gran renombre que alcanzaron algunas. Así, la «Universidad de Cimadevilla», donde don Fermín preparó docenas de promociones de Derecho; o la Academia Llana, donde Héctor Centeno enseñó, siempre sonriente, los secretos de la contabilidad a miles de jóvenes.

Hubo una época de alumnos libres, e incluso «libre-oyentes». Venían de los lugares más lejanos sólo a examinarse en aulas abarrotadas. Hoy, la misión de la Universidad ya no es examinar, sino enseñar, y, sin embargo, las academias privadas continúan en casi todas las áreas científicas. En algunas asignaturas, «si no vas a la academia, lo tienes claro», escucho a un estudiante. Otro (ingeniero) reconoce que sin esa ayuda no hubiese superado ciertas materias. Algunos acuden desde Primaria como forma de obligarse a dedicar algún tiempo a la asignatura en un ambiente más familiar.

Ese mismo alumno no utiliza las tutorías académicas de la Universidad. ¿Por qué? La academia sigue la trayectoria de exámenes de la asignatura, conoce qué tipo de preguntas «van a caer» y qué saber para aprobar. Se me dirá que cada vez más asignaturas tienen página web, clases reducidas, amenas y dialogadas. Quizá lo más importante sea que alguien te diga las páginas concretas que debes estudiar, con el esfuerzo justo no sea que empolles alguna más de las imprescindibles para aprobar.

Podría pensarse que las academias existen porque el sistema no funciona: son la prueba del fracaso de un profesor cuyas explicaciones no están a la altura de los exámenes que plantea. También supone un ejercicio de eso que los economistas llamamos «coste de oportunidad». No ir a clase y pagar la academia con un objetivo claro, medible y evaluable: aprobar.

Opino que lo menos importante de la Universidad son los conocimientos concretos de cada asignatura, pues la mayoría de ellos se olvida al salir del examen. Vale lo que ahora llaman habilidades o competencias transversales, que les permitirán recuperar esos conocimientos cuando se necesiten. ¿Cómo juzgar esas habilidades? No es fácil. Mientras no cambiemos la forma de evaluar, las academias seguirán preparando con éxito perfectos «examinandos».

Hace años existía mucha mayor comunicación entre los alumnos. Las colecciones de exámenes anteriores eran relativamente fáciles de obtener, las manías de cada profesor eran también conocidas. Por el contrario, hace unos meses pregunté a un joven economista el nombre de sus profesores de la licenciatura y no pudo decirme más de media docena.

Antes funcionaban los apuntes «con pedigrí», garantía de que estudiando por ellos se aprobaba. Un catedrático amigo superó Economía para ingenieros con los apuntes de Cristina. Siempre le estuvo agradecido, pero nunca llegó a conocerla.

Mientras tanto, un centenar de profesores de la Universidad de Sevilla ha firmado ya un manifiesto que considera «inquietante», por ejemplo, que en la evaluación de las titulaciones y del profesorado «se premien no la excelencia ni los conocimientos, sino la adecuación al mercado (empleabilidad) y los aprobados». Intentan evitar que el complemento denominado quinquenio dependa de las encuestas sobre el grado de satisfacción de los alumnos. Aterrados por tal mercantilización, piden aumentar el nivel de exigencia y se erigen en enemigos de «infantilizar la Universidad».

En todo esto tiene mucho que ver el bajo precio de las matrículas universitarias, que no cubren la quinta parte de un coste real financiado por todos. Los estudiantes no piran la academia, que les cuesta el doble que la Universidad, por la sencilla razón de que notan su coste.

Como acontecía en las aulas de Francisco de Vitoria, las cosas están cambiando. El máster oficial puede financiarse con préstamos-renta del Estado, un verdadero cheque escolar que haría feliz al propio Milton Friedman, a devolver durante los ocho años posteriores a terminar, si se gana más de 22.000 euros anuales. En esas clases no habrá absentismo.

Antonio Arias Rodríguez, síndico de cuentas del Principado de Asturias.