Alas cajas registradoras del comercio cotidiano se ha subido en marzo una inflación del 4,6 por ciento, la más alta desde 1997, año en el que se inventa IPCA, o índice de precios de consumo armonizado. Lo armonizado es el índice, no el consumo, que siempre es disonante, o discordante, con la cantidad de dinero que se lleva en el bolsillo. Y el índice está armonizado con el resto de países de la zona euro. Lo podían haber llamado índice compaginado, avenido o concertado, pero se ve que a los popes centroeuropeos les priva Beethoven, o por ahí seguido, de modo que pensaron que, al igual que el «Himno de la alegría», lo que más ha de unir a los a los hijos de Europa es una buena melodía monetaria.

Pero el caso es que, armonizado o no, el IPC de marzo ataca como una puñalada de antología, que nos sobreviene o nos sobrecoge mientras los repúblicos de la patria andan repartiendo los sillones del Parlamento y amarrando adhesiones. Mientras, ni una palabra de adónde va esto, y menos en una jornada en la que aumentó la cola de constructoras quebradas, con una secuela que colocará en 2009 el paro nacional en el diez por ciento, según algunas predicciones. Y en todo el continente euro, la inflación media anda por el 3,5 por ciento, lo que pone las cosas más empinadas, pues los popes del Banco Central Europeo dicen que la subida de precios ha de rondar tan sólo el dos por ciento para que ellos se decidan a bajar el precio del dinero.

En resumen, quedan por delante unos cuantos meses de sudor y espanto. Por lo que toca a Gijón, entre algunas agencias inmobiliarias que han cerrado y la desaparición de comercios de toda la vida, ha crecido el número de escaparates en vacío y con carteles de alquiler. Da la impresión de que bancos y franquicias ya no cubren tanta deserción de comerciantes. Sólo queda la esperanza de los bares de copas.