Genial, absolutamente genial -incluso mejor que de costumbre, que ya es decir-, el comentario del pasado sábado de Ignacio Gracia Noriega -nuestro Chesterton- sobre aquellos glu glu glu poetas del 50.

Una troupe de señoritos ricos y/o gorrones sobre los que, como dice Gracia Noriega, pesaba la derrota de la guerra, así que «les habría gustado que la ganaran quienes la perdieron, para poder suicidarse a gusto, como Maiakovski, Esenin o Ajmatova, o perecer en un campo de concentración siberiano como Mandelstam».

Y qué decir de la suma de mala conciencia por pasividad culpable y tendencia patológica a la mentira, ya que «por lo menos tres de ellos contaban que habían tenido escondido en su casa a Julián Grimau».

Como indica C. S. Lewis en «Cartas del diablo a su sobrino», la peor pasión es la cobardía porque se convierte en autoodio y en agresiones delirantes para así camuflar la vergüenza propia.

Mismamente, Franco se murió en la cama porque apenas nadie le hizo frente y de tamaño canguelo patrio nació lo que ahora vemos: tres décadas de «autoodio» -hasta el punto de que España resulta insoportable a cientos de miles de españoles- y de invención enfermiza de enemigos tal que los curas.

Recuerdo remotamente una «soirée» del 50 en el Campoamor con tres o cuatro ejemplares sentados en el escenario, evocando sus peonzas, que si una vez perdieron el tren de las doce, pero no el del domingo, sino incluso el del lunes, que si en otra ocasión... el público, arrobado, cada poco aplaudía como si semejantes sinsorgadas sonrojantes fuesen virtuosos solos de una «jazz session». ¡Ay el complejo de inferioridad social ante aquellos megapijos barceloneses!

Para qué seguir. Como vates eran una calamidad, pero con tales mimbres está construido el presente oficial de ignorancia y rencor.

(Para la terapia de esta semana se recomienda vivamente «Anábasis», de Tomás Marco).