El sistema político español, suele decirse, se articula electoralmente como un bipartidismo imperfecto. Tenemos dos partidos nacionales alternativamente mayoritarios, flanqueados por otros cuya condición minoritaria a escala nacional no les permite aspirar a formar Gobierno por sí solos. Estos partidos, en principio subalternos, constituirían las supuestas imperfecciones del bipartidismo dominante.

Según este somero análisis, la expresión «bipartidismo imperfecto» no haría sino describir con trazo grueso la realidad de nuestro mapa electoral. Sin embargo, cuando se escarba algo más en la dinámica de poder que emana de ese mapa, la fórmula «bipartidismo imperfecto» se revela insuficiente e incluso desorientadora, pues oculta, como veremos, un estado de cosas que cabría más bien denominar «bipartidismo perverso». Utilizo la palabra «perverso» en su acepción primigenia: algo perverso es algo «vuelto del revés» y que por ello niega su propósito originario, hasta el punto de transformarlo en su contrario.

Los sistemas bipartidistas tienen tanto ventajas como inconvenientes. Entre estos últimos, tal vez sea el mayor la propensión que muestran muchos duopolios partidarios a exacerbar las discrepancias políticas convirtiéndolas en munición de una contienda por el poder generalizada, permanente y de alto voltaje. Esa tendencia a la extensión y radicalización del conflicto suele resultar funcional para los dos partidos enfrentados, pues contribuye a reforzar su hegemonía. Pero puede conducir en ocasiones a la parálisis e incluso al colapso del entero sistema político.

Afortunadamente, la propia dinámica de los sistemas democráticos dispone de mecanismos correctores de los excesos potenciales del bipartidismo. Uno de esos mecanismos es la aparición de partidos bisagra capaces de corregir la espiral de confrontación y sectarismo a la que, con cierta frecuencia, no saben resistirse los partidos mayoritarios. Así, los partidos bisagra parecen ser los estabilizadores naturales que, actuando de modo similar a como lo hacen los «estabilizadores automáticos» de la economía, permitirían detener la deriva confrontacional de los sistemas bipartidistas más asilvestrados y cerriles. Cuando la «imperfección» de las democracias bipartidistas estriba en la existencia de esos partidos bisagra, tales democracias pueden ganar en eficacia y responder mejor a los retos que deben hacer frente.

¿Qué ocurre cuando aplicamos las anteriores reflexiones al caso de España? No hace mucho, un destacado líder de la fuerza nacionalista más importante del Congreso afirmaba que la coalición por él representada era la bisagra necesaria para superar la dinámica de enfrentamiento en la que están sumidos nuestros dos partidos mayoritarios. ¿Qué debemos pensar de tan desinteresada oferta? ¿Pueden partidos como IU, CiU, PNV, BNG, etcétera -o sea, todos los minoritarios, con la esperanzadora excepción de la recién nacida UPyD- asumir esa función moderadora, por otra parte, tan deseable?

Veamos: de un lado, parece evidente que un partido bisagra no puede estar ubicado en un extremo del espectro político, lugar en el que se sitúa IU. De otro, está claro también que un partido que actúe de bisagra entre dos grandes partidos nacionales debe ser un partido, asimismo, nacional. La razón de esto es fácil de discernir: los partidos nacionalistas no tienen vocación de partidos bisagra, sino más bien de partidos ganzúa: de lo que se trata, para ellos, es de extraer concesiones particulares -hablando en plata, privilegios- de ese acervo político común que llaman el Estado.

Ahora bien, la lucha por el privilegio es contagiosa: basta que alguien lo logre para que otros -incluso en las regiones menos proclives al nacionalismo- lo reclamen, en una espiral disgregadora paralela a la espiral sectaria que promueven los dos partidos hegemónicos.

La consecuencia de este estado de cosas es lamentable, pero fácil de diagnosticar: las «imperfecciones» de nuestro bipartidismo no ejercen influencia moderadora alguna sobre los dos grandes partidos. Al contrario, radicalizan, desarticulan y clientelizan el proyecto de país de esos partidos y, a la postre, los convierten en confederaciones de taifas autonómicas.

Luego nuestro sistema bipartidista no es imperfecto sólo en el sentido de que no se amolda a los cánones de un bipartidismo puro; ése no es su auténtico problema. Su problema real estriba en que su peculiar suerte de imperfección tiene efectos perversos: en este sistema, las fuerzas políticas minoritarias, destinadas a complementar a las mayoritarias, no median entre éstas como genuinos partidos bisagra, como estabilizadores naturales que ejercen un efecto moderador en la confrontación entre los dos partidos hegemónicos. Todo lo contrario: esas formaciones minoritarias agudizan las diferencias entre estos partidos, los alejan todavía más y al final acaban por destruirlos como fuerzas políticas coherentes.

En otras palabras: la imperfección de nuestro bipartidismo tiene un carácter disfuncional, no funcional; destructivo, no constructivo. Por eso se trata de un bipartidismo perverso, en el que la falta de acuerdo entre los dos partidos mayoritarios no fomenta la aparición de fuerzas estabilizadoras, sino desestabilizadoras. En ésas estamos, y algo habrá que hacer al respecto.

Pablo Navarro es profesor titular de Sociología de la Universidad de Oviedo y actualmente se halla en comisión de servicio en la Universidad de Valencia.