Mientras Nicolas Sarkozy pasea a Carla Bruni por todas las portadas de la prensa del corazón y sensacionalista -y los tabloides británicos la comparan con Jackie Kennedy o con la malograda Diana de Gales- , las críticas se acumulan para el dirigente francés por descuidar su imagen de presidente serio en pro de una vida pública llena de lujos y extravagancias varias. Decía el político americano Henry Kissingger que el poder es el más potente de los afrodisiacos, pero, como todo, hay que saber utilizarlo moderadamente si queremos conservarlo. Esto sucede, sobre todo, en culturas anglosajonas en las que una vida caracterizada por la rectitud, aspecto claramente heredado de sus antepasados puritanos, es requisito indispensable para mantener una próspera y duradera vida política. A pesar de ser de sobra conocido que un escándalo sexual de mayor o menor calibre puede acabar con la carrera de un político en menos que canta un gallo, no parece que los líderes norteamericanos lo tengan en cuenta, ya que en su trayectoria la historia se repite hasta la saciedad. Los americanos exigen de sus políticos una intachable vida privada desde los tiempos de los padres de la Constitución de los EE UU. Aun así, el primer presidente del país, George Washington, tuvo una relación con una mujer casada cuando el adulterio era considerado delito por unas leyes que él mismo había apoyado, y Thomas Jefferson tuvo un hijo bastardo con una de sus esclavas de color. El caso de la becaria Mónica Lewinsky dio la vuelta al mundo y estuvo a punto de terminar con la presidencia de Bill Clinton, y hace apenas un mes tuvo lugar el final de la carrera del gobernador de Nueva York, Eliot Spitzer, quien llevaba 10 años gastando dinero en prostitutas de lujo hasta alcanzar la cifra de 80.000 dólares. Para complicar más el asunto y por si no tienen suficiente con ver aireados sus trapos sucios en todos los medios de comunicación del planeta, los políticos americanos recién caídos se ven obligados a aparecer en televisión delante de todo el país pidiendo perdón con lágrimas en los ojos.

La sociedad estadounidense pide a sus políticos que prediquen con el ejemplo y la hipocresía es castigada duramente, especialmente si son del Partido Republicano, en teoría conservador. Esto fue lo que le sucedió al parlamentario Mark Foley, quien provocó una grave crisis para el partido de George Bush en plena campaña electoral, y todo por enviar mensajes con alto contenido sexual a los becarios adolescentes del Capitolio. Para agravar aun más la situación, el propio Foley había convertido la pederastia en una de sus armas electorales: Foley había presentado una ley contra la pedofilia y la pornografía infantil en internet. El político norteamericano confesó que él mismo había sido objeto de abusos sexuales durante su juventud por parte de un religioso.

Foley no es el único cuya carrera se vio truncada por un escándalo sexual; otro republicano, Larry Craig, fue condenado por conducta lasciva por hacer proposiciones a un hombre, que resultó ser policía, en los baños públicos de un aeropuerto. Pero para la sociedad norteamericana el colmo de la hipocresía podría verse representado en Strom Thurmon, senador de Carolina del Sur durante casi 50 años, en los que se proclamó abanderado de la causa segregacionista. El escándalo de Thurmon fue póstumo: tras su muerte se descubrió que después de toda una vida apoyando la exclusión de los negros, era padre de una hija mulata, nacida de su relación con una sirvienta afroamericana menor de edad.

La opinión pública internacional no acaba de ponerse de acuerdo en si las relaciones personales más o menos escandalosas pueden perjudicar seriamente la carrera política. En España, por ejemplo, nos preocupamos de cosas que nos afecten más directamente y dejamos la vida privada de los políticos en el lugar que le corresponde: el ámbito privado. Si acaso nos sirve para hacer algún «chascarrillo» en los medios de comunicación, como el hecho de que Álvarez-Cascos se opusiese enérgicamente a la ley del divorcio en los años ochenta y a día de hoy ya se haya divorciado dos veces, o el reciente caso del ex concejal popular Javier Rodrigo de Santos, de Palma de Mallorca, quien se gastó 45.000 euros en locales de homosexuales, sin otro agravante que el de tratarse de fondos propios del Ayuntamiento. Sus juergas de sexo y drogas, lejos de convertirse en escándalo, se quedan simplemente en puro cotilleo.