El problema de Rajoy -y, en cierta medida, de los más de diez millones de españoles que han votado al Partido Popular- es que ya está amortizado como adversario del candidato socialista a la Presidencia del Gobierno. Me temo que todo lo que el cuestionado líder de la oposición puede ofrecer a partir de ahora es una repetición de lo anterior, pero el resultado puede ser todavía peor si decide ponerse de perfil frente a los grandes asuntos. Lo que flota en el ambiente es que si se mantiene firme en las tesis volverá a perder frente a Zapatero; y si se arruga, para dar a entender un cambio de actitud y que no le acusen de ser un radical, perderá a electores que aún mantienen la confianza depositada en él.

No lo tiene fácil don Mariano. Zapatero ya le ha tomado la medida y está dispuesto a pasar por encima de él cuantas veces sea necesario. Se acaba por perderle el respeto al adversario previsible, sobre todo después de haberle ganado dos veces seguidas, aunque en la primera ocasión fuese de la manera que fue y, en la segunda, la victoria no haya sido aplastante.

Cada vez que Rajoy le diga a Zapatero lo que tiene que hacer, el presidente del Gobierno podrá recordarle, y lo hará, que esos consejos ya se los ha dado y ha perdido las elecciones. El líder de la oposición es un buen tribuno, maneja una dialéctica superior a la de Zapatero, pero los españoles no le siguen lo suficiente para que pueda ganarle unas elecciones. Le ocurre como a esos boxeadores que son teóricamente mejores que el rival, pero que cuando tienen la oportunidad de enfrentarse a él por el título de los pesos pesados, pierden una y otra vez.

En política nunca se sabe, pero Rajoy, después de estrellarse dos veces contra el mismo muro, es un candidato demasiado desmejorado frente a un rival que no le teme.