adie hubiera querido que la desgraciada muerte de una niña a manos de un pederasta inmundo nos sirviera para algo, aunque ese algo fuera, nada más y nada menos, que poner al descubierto la desidia, la incompetencia y el caos de la administración de justicia en una sociedad democrática. Por otra parte, lo menos que cualquier demócrata verdadero puede desear es comprobar que desde hace mucho tiempo los ciudadanos vivimos sobre ese campo de minas que tanto afecta a nuestros derechos y libertades. Y si además, en medio de todo esto, descubrimos en los órganos politizados, como el Consejo General del Poder Judicial, no sólo el manejo de intereses políticos que impiden su renovación, sino una incompetencia manifiesta, la situación de impotencia del ciudadano es evidente. El desprestigio de la justicia no es algo que afecte sólo a sus hipotéticos servidores, sino que nos sitúa a todos en la incertidumbre. Al Gobierno le cabe afrontar su responsabilidad en esa situación insostenible que no admite ya más excusas, pero la oposición que ha venido impidiendo toda renovación de los órganos de la justicia queda muy mal retratada, y de los profesionales de la justicia no se puede decir que queden, por lo general, en buen lugar. Además, la huelga de los funcionarios que han pedido que sus sueldos se homologuen a los de sus compañeros de las comunidades autónomas que tienen transferidas estas competencias, nos recuerdan la necesidad de completar el desarrollo autonómico para que cada cual se manifieste en la ventanilla de su región o nacionalidad, a la vez que una necesidad de coordinación real en ésta y en otras delicadas materias. Pero con la justa resolución de las reivindicaciones de estos funcionarios deberían venir también algunos cambios de hábito en la relación de éstos, como servidores públicos, con los ciudadanos a los que prestan sus servicios. El respeto debido a la justicia, la solemnidad formal con la que a veces es rodeada, y la inseguridad con que los administrados se mueven por los pasillos y en las ventanillas -y no digamos en las salas de los palacios de justicia- favorecen a veces que se trate como servidores a los que tienen que ser servidos. Si en las evaluaciones de la eficacia del servicio público otras prestaciones son mucho mejor valoradas que las relacionadas con la justicia, sus funcionarios, ahora que han resuelto los problemas de sus salarios, deberían meditar sobre ello. Si carecen de medios, reclamarlos con la misma contundencia con que reclaman sus legítimos derechos, y si, después de una buena autocrítica, llegaran a la conclusión de que es su propia diligencia y talante lo que también han de reformar, manifestarse contra ellos mismos y lograr el cambio. Los damnificados de la huelga no tienen las mismas posibilidades de protesta, al parecer, y los ciudadanos afectados en el día a día por las deficiencias de la justicia suelen aplicarse la resignación como si a los empleados de los juzgados les pagaran otros. Todo esto dicho con la consideración que merece la existencia, sin duda, de muchos desvividos y ejemplares servidores de la justicia. No faltaría más.