Frente al mensaje de los pacifistas a lo Chamberlain, que todos los días nos dan palmaditas en el hombro diciendo: «Tranquilo, tío, que no pasa nada, no hagas caso de los alarmistas interesados, que España no se rompe...», estamos viviendo grietas que día a día se ensanchan. Una nueva legislatura de pacto con los nacionalistas, una huelga de funcionarios judiciales por discriminación salarial entre territorios de un mismo Estado, el trasvase del Segre -esta vez trasvase bendito-, la expulsión del castellano en las escuelas de tres comunidades autónomas, dos referéndum de autodeterminación públicamente anunciados, y ese clima frentepopulista o guerracivilista patente tras el acusado bipartidismo de las pasadas elecciones. Ahí están de nuevo la guerra civil de 1936, las dos Españas, la entrada de los nietos en la guerra de sus abuelos, el resurgir de odios que creíamos definitivamente enterrados.

De modo que resulta útil ponerse a pensar si al PSOE que gobierna le interesa la independencia de alguno de los territorios donde el proceso va más avanzado, sea Cataluña o el País Vasco. Y la respuesta parece muy clara y sencilla. No le interesa al PSOE que se independice Cataluña, por ejemplo, porque si no hay en el Parlamento de Madrid diputados que vengan de Cataluña, sean del Partido Socialista (PSC) o de CiU o de Ezquerra, el PSOE perdería el Gobierno de «lo que queda de España» y lo perdería por mucho tiempo. (Y aquí entra también el asunto de la política como modo de vida, las poltronas como medio de subsistencia, las redes clientelares y todos los empleos asociados hoy en día a la acción política). El mismo razonamiento vale para otras comunidades en parecidas condiciones. Del País Vasco ya ni hablo, porque, mientras ETA siga existiendo, no es de bien nacidos ceder al chantaje de las pistolas y el terror del crimen.

Mirando desde la otra orilla, en seguida se descubre que la independencia tampoco conviene a quienes la piden a gritos. Y tanto menos les conviene cuanto más necesitan de España. La fuerza del argumento depende de su situación económica y de la ubicación de sus mercados. Con una situación económica en decadencia, como es el caso de Galicia, se necesitan los dineros «de Madrid». Con una economía más boyante, pero en alta medida dependiente de inversiones estatales, privilegios fiscales y mercados españoles, también se precisa del resto de España. El País Vasco necesita de España y Cataluña necesita de España.

¿Qué quieren entonces los independentistas? ¿Por qué preocuparse si en realidad no les conviene la independencia? Pues está claro que quieren seguir con lo mismo que ahora tienen, o sea, el santo y la peana, un autogobierno en la misma raya de la independencia y a la vez que el Estado que aborrecen les pague sus buenos dineros, mientras ellos pueden seguir pidiendo, llorando y lamentándose de estar oprimidos, ocupados y vejados. Quieren que su economía funcione, bien a través de las inversiones y ayudas estatales, como es el caso de Galicia, o mediante la garantía del mercado nacional. Quieren pertenecer a España como «Estado libre asociado», que se conserve la marca comercial, pero con Gobierno propio y buenos dineros de la nación opresora.

Hay una prueba muy clara de lo que digo y es la petición del portavoz Josu Erkoreka (PNV-EAJ) en los debates de la campaña electoral y en las negociaciones actuales con el PSOE: blindar el Cupo vasco. Ahí está la respuesta al mensaje de Rosa Díez (UPyD), para quien las ventajas económicas de territorios concretos por supuestos derechos históricos o prehistóricos no resisten la prueba de la igualdad y la solidaridad, que son principios irrenunciables del socialismo. Y tiene gracia la cosa. Porque la Constitución del 78 se está desmontando a través de los nuevos estatutos autonómicos, tanto el catalán como el valenciano. Pero hay que blindar el Cupo vasco. Aunque ya no nos pueden engañar: para que un médico, juez, maestro, bombero, policía, concejal o funcionario se sienta más vasco o más catalán, debe cobrar más dinero que un extremeño o un asturiano. Y así puede sentirse superior. Ese dinero de la diferencia es el peldaño que enlaza la realidad cotidiana con el mito nacionalista.