Hay una iniciativa en marcha para promover la lengua asturiana en los comercios de alimentación, pero aquí, más o menos, todo el mundo sabe que a los guisantes se les llama arbeyos. Y para llamar al pez «pexe y a la carne propiamente carne, creo yo, no hace falta ninguna campaña de normalización del asturiano. A no ser que entre huerta y «güerta», veamos un elemento de diferenciación que merezca la pena destacar por su aportación al lenguaje y la diversidad.

No digo que el empeño publicitario del asturiano de la Estaya de la Llingua tenga otro propósito que incorporar cierto color local a los letreros, los «espetos» como dice, pero en esta España hay razones más que suficientes en estos momentos para desconfiar de las inocentes normalizaciones que acaban, en algunos casos, convirtiéndose en inmersiones lingüísticas. Y no hay más que fijarse en los casos de Cataluña y del País Vasco.

En Cataluña no existe, por ejemplo, actualmente la posibilidad de escolarizar a ningún niño en español, según un padre que hizo una huelga de hambre en vano para que su hija pudiera estudiar en lengua castellana en esa comunidad autónoma. En Cataluña, un paso bastante más allá de la inocente pretensión de la Estaya de que los comercios rotulen en asturiano, se prohíbe ya rotular en la lengua común de todos los españoles.

La ex socialista Rosa Díez, una diputada que parece dispuesta a robar el corazón de todos aquellos que defienden la idea de una nación cohesionada, ha dicho en el debate de investidura que la discriminación del castellano acabará por romper España. Y tiene razón, porque no hay nada más destructivo para una idea nacional que darle vueltas al idioma hasta deshacer la madeja. Aunque ese idioma sea tan universal como es el castellano, que deberíamos festejar a diario. Con cohetes.