El nuevo Gobierno tiene mucho tajo por delante. Lo acuciante es la crisis económica y sus secuelas de conflictividad social. A saber: desempleo al alza, crecimiento a la baja, precios disparados, agujeros negros en las economías familiares, etcétera. Pero si esas turbulencias no derogan la agenda política propiamente dicha, tal vez tenga tiempo de procesar el mensaje «bipartidista» del 9-M. Recordemos que si en las anteriores elecciones generales (2004) el PSOE y el PP sumaron el 80,2% de los votos, en las últimas la suma fue de casi el 84%. Más importante es el cómputo de los escaños, pues esto es una democracia representativa. Ahí la suma PSOE-PP pasa de 302 a 323. O sea, del 87% al 92% de la Cámara.

Es, a mi juicio, un rasgo capital de la legislatura que se acaba de poner en marcha. El evidente retroceso electoral de los nacionalismos periféricos equivale a un mandato a los dos partidos centrales del sistema representativo para que se entiendan en las grandes cuestiones de interés nacional sin permitir la interferencia de los nacionalismos periféricos en la gestión de esas cuestiones: el terrorismo, el modelo de Estado, la cohesión territorial, la política exterior, el sistema de pensiones, etcétera.

Hay señales de que tanto Zapatero como Rajoy han dado por recibido el mensaje. Entre otras, la buena disposición a los pactos de Estado mostrada por ambos en el debate de investidura y la decisión política del presidente del Gobierno de no buscar en los nacionalismos un apoyo suplementario en el Parlamento, de carácter permanente, para poder gobernar con mayoría absoluta si eso significa el pago de un precio político.

Es un dato clave para hacerse una idea de cómo afronta el PSOE esta décima legislatura democrática y novena constitucional. Al menos en lo tocante a su política de alianzas. Los pocos escaños que necesita para gobernar con comodidad le permiten recabar apoyos puntuales sin estar cautivo de un pacto estable que, en todo caso, tendría que ser con los nacionalistas de CiU o del PNV. Y las dos hipótesis de pacto para toda la legislatura suponen un precio que los socialistas no quieren pagar.

En el caso de los catalanes, el sacrificio de Montilla. En el de los vascos, el de Patxi López. No tiene sentido quitarles espacio político cuando aquéllos acaban de aportar tantos escaños a la causa de Zapatero y cuando los socialistas vascos, por primera vez en estos interminables años de agobiante nacionalismo, tienen muchas posibilidades de ganar las próximas elecciones autonómicas.

Menos clara está la hoja de ruta de Mariano Rajoy, muy condicionada por los vientos que finalmente soplen en su XVI Congreso nacional, cuyas vísperas están resultando turbulentas en el principal partido de la oposición.