Desde que en enero de 2007 entrara en vigor la denominada ley de Dependencia, cerca de 350.000 españoles han solicitado acogerse a unos derechos que, en poco más de un año, ya han sido reconocidos a 170.000 personas. Tan alta demanda era esperada. De hecho, el Gobierno partía con la previsión de atender a cerca de 200.000 grandes dependientes en la primera fase actual como antesala de lo que será un despliegue asistencial mucho más amplio, que culminará en el horizonte del 2015, cuando los beneficiarios del catálogo de servicios que consagra esta norma superen el millón.

En Asturias, según se informaba recientemente, a 1 de abril se habían recibido 14.715 solicitudes, de las que 11.646 (60%) ya habían sido valoradas con el resultado de 4.304 grandes dependencias certificadas. Al igual que en el ámbito nacional, esta demanda únicamente es el punto de partida del desarrollo de la ley en nuestra región, donde se estima que existen unos 120.000 discapacitados (más de un 10% de la población) y donde las proyecciones demográficas del INE elevan al 32% el porcentaje de asturianos que en 2017 tendrán más de 60 años y que, por tanto, integrarán el segmento poblacional que sufre mayores tasas de dependencias.

Ante la fuerte repercusión ciudadana que conlleva esta nueva ley, es totalmente comprensible que la consejera de Bienestar Social del Principado, Pilar Rodríguez, reconociera no hace mucho en la sección «Desayunos de Fomento», de LA NUEVA ESPAÑA de Gijón, el «gran reto» que significa configurar «un auténtico sistema de servicios sociales que sea visto por la gente como algo que nos afecta a todos». Coincidiendo plenamente con este planteamiento, cabría incluso añadir que, dada la envergadura de este desafío, la ley de Dependencia se está jugando ya desde este 2008 buena parte de su futuro y del futuro de la eficacia del nuevo sistema de servicios sociales que exige configurar, pues de los aciertos que hoy se tengan en este proceso dependerá en gran medida su eficiencia durante los próximos años.

Son varios los factores que avalan este criterio, pero entre todos quizá destaca el que es necesario desarrollar con diligencia un nuevo sistema asistencial que dé respuesta a muy corto plazo a una demanda que se redoblará anualmente durante los próximos ejercicios cuando los derechos que recoge la ley se extiendan a los distintos grados de dependencias. Por ejemplo, a lo largo de este 2008 ya se tendrán que ofrecer respuestas a todas las personas que precisan ayuda para realizar actividades básicas de la vida cotidiana dos o tres veces al día, pero sin necesidad de una asistencia permanente, y a las que requieren apoyo extenso para su autonomía personal. Con ello, además de agrandarse el esfuerzo inversor y en medios, también exigirá un modelo de gestión eficiente que responda a las expectativas creadas entre los beneficiarios y sus familias.

En buena medida, gran parte de estas responsabilidades está recayendo sobre las administraciones autonómicas, que tienen las competencias estatutarias para desarrollar normativamente la ley. Pero junto a las autonomías también existen otros actores llamados a ser protagonistas en el complejo proceso que supone avanzar en el impulso efectivo de los servicios que recoge la norma. Así lo avisa su propio texto cuando reclama «un compromiso y una actuación conjunta de todos los poderes e instituciones públicas», con alusiones expresas en su articulado a las corporaciones locales y también a la iniciativa privada.

Desde esa iniciativa privada del sector asistencial percibimos que el reto al que se enfrentan las administraciones autonómicas y los municipios es especialmente complejo. Sabemos que afrontan el compromiso de construir el nuevo «sistema» aludido por Pilar Rodríguez, atendiendo a criterios de «coordinación, complementariedad, profesionalidad, interdisciplinariedad, flexibilidad e innovación» como «conceptos clave en la práctica cotidiana de los servicios de proximidad», tal como recomienda el Libro Blanco de la Dependencia. Como muy bien advierte la ley, este cúmulo de exigencias obligan a un alto grado de capacitación que garantice tanto la calidad de los recursos como de los propios servicios del sistema, de tal forma que el derecho declarado sea sobre todo un derecho efectivo. La propia normativa no obvia esta circunstancia y fija su atención sobre este aspecto concreto al referirse de forma específica «a la calidad en el empleo, así como a promover la profesionalidad y potenciar la formación en aquellas entidades que aspiren a gestionar prestaciones o servicios del sistema».

Todo este profundo cambio de la cultura asistencial que impulsa la ley -y que cuenta con el mejor aval posible: la práctica unanimidad en su tramitación parlamentaria-, exige que la sociedad en su conjunto, y en especial las administraciones y los agentes sociales, asuma como un reto propio su desarrollo. Sólo así se podrá garantizar el éxito de una atención integral e integrada a las personas dependientes. Y para eso nada mejor que todos cuantos queramos aportar nuestra contribución a esta conquista social asumamos ya desde este 2008 el compromiso de conformar una red asistencial accesible, eficiente y capaz de responder tanto a las demandas presentes como a las exigencias que conllevará su desarrollo en el futuro.

Luis Valdés García es empresario.