Según el canal de TV que se haya visto, sacará cada uno su opinión y valoración de este último viaje pastoral, el octavo desde su elección, de Benedicto XVI. No ha sido mucha la información que los medios televisivos nos han ofrecido, exceptuando TV.popular, que ha conectado con el canal del Vaticano, ofreciendo la imagen de los actos más importantes en directo aunque atiborrados de acalorados comentaristas que distraían la visión. La hora era muy propicia para la audiencia, las cuatro de la tarde. Pero cambiar prensa de tomate rosa por reflexiones serias, y menos del Papa, es innegociable en esta España nuestra. Ni Benedicto XVI, ni los EE UU tienen entre nosotros un amplio aprecio. Los clichés acuñados son irreformables. Me produjo decepción y fastidio ver en una de las televisiones públicas contar una anécdota baladí, de un cura joven que le iba a entregar al Papa un skate y poner como todo comentario de la jornada de ese día que el Papa lo iba a necesitar para deslizarse por ese país lleno de problemas. Daba la impresión de que se esperaba que esta visita iba a pasar sin pena ni gloria. No ha sido así. Es verdad que Ratzinger no es Wojtila, no tiene su imagen, ni sus tablas en la escena, ni su carisma de masas, ni su poder de comunicación con el gran público, ni aquella voz grave, pausada, levantando y sosteniendo la mirada viva que arrancaba pronto el aplauso. Es de apariencia tímido, levanta sus brazos mecánicamente, repitiendo el mismo gesto, agradece educadamente los aplausos y da la impresión de que quiere que se apaguen en seguida. Si Juan Pablo II era un pastor, un místico, un alentador de entusiasmo, un apóstol con pasión evangelizadora, Benedicto XVI es un teólogo, un profesor, un pensador, un convencido y convincente que entre razón y fe no hay oposición sino complementariedad, un apasionado buscador de la verdad que va invitando y ayudando a todos a buscarla y a encontrarla. He leído detenidamente todos los discursos de este viaje subrayando, cada vez que la pronunciaba, la palabra «verdad». La ha dicho más de un centenar de veces. No sé si logrará realizar la reforma de la Curia vaticana que muchos esperan y de cuya necesidad él había hablado en sus tiempos de perito-teólogo en el Concilio Vaticano II. Lo que sí hará es hacer pensar y proponer la fe fundamentada en razonamientos sólidos que merecen consideración. Cosa capital en esta cultura superficial que olvidó el axioma cartesiano «pienso, luego existo». En este viaje no fue a rezar jaculatorias ni a proferir anatemas, sino a ofrecer el pensamiento cristiano para buscar la verdad y así contribuir a afrontar los problemas que afligen a la humanidad, como son la defensa y protección de los derechos humanos para todos, la paz, el desarrollo, la investigación científica, la pobreza y la solidaridad, la familia, las migraciones y el medio ambiente.

No faltan los que critican estos viajes y dudan de su eficacia. Asunto difícil de medir. La gente que acude lo hace libremente. Como a otros acontecimientos. Esta visita a los EE UU tenía dos finalidades muy concretas que la justificaban. El bicentenario de las primeras diócesis de ese país: Baltimore, Boston, Nueva Cork, Filadelfia y Louisville, y la conmemoración de los 60 años de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre por la ONU, a cuya celebración fue invitado por el secretario general, el coreano Ban Ki-moon, quien le hizo una presentación admirable hasta lamentarse de que en el edificio emblemático de la Organización, por cierto de Niemeyer, no hubiera una capilla para rezar. La ONU es una institución secular, le dijo, pero cuando se nos pregunta a los que estamos aquí qué nos motiva «muchos de nosotros respondemos con palabras de fe». No serán pocos los que enjuicien esta confesión como algo políticamente muy incorrecto.

La visita a la Iglesia norteamericana era necesaria desde que salto a la luz pública, el año 2002 en Boston, el gravísimo escándalo de la pederastia. Los medios de comunicación estaban con la pluma en ristre para asaetear al Pontífice según la actitud que tomara. Los desconcertó. En cuatro ocasiones habló sobre el tema, con palabras duras y claras, de vergüenza («Estoy avergonzado», llegó a manifestar), de perdón, de justicia y de la necesidad de purificación y sanación. Dio un testimonio de honestidad y de reconocimiento de que la Iglesia es «una santa comunidad de pecadores».

Espléndido el discurso de la ONU, cuyo precursor, recordó, fue el dominico español Francisco de Vitoria. Después de insistir, como sus predecesores Pablo VI y Juan Pablo II en la necesidad ineludible de la existencia de esta Organización para afrontar la solución a los problemas internacionales mediante reglas vinculantes, afrontó la situación de los derechos humanos y su origen. Se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Por eso son válidos para todos los pueblos y todos los tiempos. Han de ser espetados como expresión de la justicia y no simplemente porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los legisladores.

Cada Papa aporta a la Iglesia y al mundo su carisma y sus valores. Benedicto XVI se ha empeñado en hacernos ver que una fe, fraterna de la razón, genera un pensamiento cristiano que puede iluminar a la humanidad en el camino por la historia.

Javier Gómez Cuesta es párroco de la iglesia de San Pedro, de Gijón