Vecinos de Amstetten, Austria, se extrañan de que, en una localidad tan tranquila y pequeña como la suya (unos 23.000 habitantes), convivieran con el electricista jubilado Josef Fritzl, que abusó de su hija Elisabeth desde que ella tenía 11 años, y que al cumplir ésta los 18 no sólo no le permitió emanciparse, sino que la encerró en un sótano de los que abundan en el país, construidos en los años setenta y ochenta por temor a ataques del Pacto de Varsovia o por miedo a que reventara la central nuclear checa de Temelin, a pocos kilómetros de la frontera con Austria.

El ya denominado «monstruo austriaco», Fritzl, logró crear un infierno particular y grande en un pueblo pequeño, y mantuvo durante 24 años un horror sexual que fue su contribución a la desaparición del horror nuclear, que dejó sin uso su zulo.

Tras echarle la culpa a una secta de que Elisabeth hubiera desaparecido, y de que le nacieran desordenadamente hijos, tres de los cuales aparecieron en el felpudo de casa, le engendró hasta siete a su hija.

No cabe duda de la monstruosidad de Fritzl, pero tampoco ha de menospreciarse su inteligencia criminal para armar la estrategia de mantener dos familias, la de arriba y la de abajo, donde Elisabeth era principalmente el desahogo de un tipo al que califican como dominante y autoritario. Y, mientras, arriba, lograba evitar la alteración de las relaciones jerárquicas familiares, siendo a la vez marido, padre y abuelo de parte de la progenie. Y patriarca amantísimo, según dice el vecindario. Que esto haya durado 24 años es verdaderamente lo más intrigante del caso, aunque quizás esa idílica tranquilidad de Amstetten propiciase un estado de no intervención, pese a indicios que se hubieran escapado al control del «monstruo».