Una incomodísima y ruidosa rueda de prensa, en pleno hall lleno de invitados en la Casa de Correos, la sede de la Comunidad madrileña, certificó que Mariano Rajoy había acudido a la fiesta del 2 de mayo para enterrar cualquier hacha de guerra y certificar ante los periodistas que las relaciones entre quienes representan las dos fracciones del Partido Popular, la suya y la de Esperanza Aguirre, se desarrollan con armonía. Quién sabe. El caso es que este acto de maquillaje era necesario para calmar algo las aguas populares, que bajan tempestuosas y amenazan, en su ignorancia, con arrasarlo todo en un partido que cuenta con casi diez millones y medio de votantes y más de setecientos mil militantes. Tal vez por ello, y para evitar especulaciones, Rajoy forzó su agenda y viajó de madrugada desde Vigo para estar en el kilómetro cero a tiempo y en forma.

Ignoro, a estas alturas, si el hacha de guerra está efectivamente enterrada. Temo que no. Los periódicos con los que tanto Rajoy como Aguirre y otros dirigentes del PP de uno y otro lado se desayunaron este viernes estaban plagados de rumores acerca de disidencias en el Grupo Parlamentario, o de iniciativas aisladas de compromisarios de un distrito madrileño que este lunes comenzarán a recoger firmas en pro de la introducción de elecciones primarias en el partido. Es algo que gusta poco y asusta mucho a los actuales responsables oficiales del partido, pero, por supuesto, Rajoy se guardó mucho de decirlo en su tumultuosa comparecencia ante los periodistas: el recuerdo de lo que ocurrió en el PSOE con las primarias sigue pesando en todos los ánimos.

El caso es que la fiesta de la Comunidad de Madrid, conmemorando el bicentenario de aquel 2 de mayo heroico, ni contó con la presencia del embajador francés -que yo viese- ni con la del secretario general del PP, Ángel Acebes, aunque sí había una nutrida representación de las dos partes en las que el PP madrileño anda dividido: allí estaban Ignacio González y los consejeros de Espe, Ruiz-Gallardón y alguno de sus concejales, Soraya Sáenz de Santamaría en charla animada con Manuel Pizarro y Cristóbal Montoro cerca de Manuel Fraga, por ejemplo. Era la escenificación de la unidad interna, y la fecha de exaltación patriótica animaba a ello.

Por lo demás, la recepción, llena de uniformes, con bastantes alzacuellos y disfraces de majas y chulapos pululando junto a notables de la restauración, de las artes, de la cultura, de la economía -menos de los que se esperaba- y del periodismo -los más numerosos, como es casi natural, dada la expectación que suscitó el acto- fue como todos los años: abigarrada. Con parada militar incluida, en la que algún espectador silbó tímidamente a Rajoy, aunque la verdad es que tampoco se cayeron las gradas con los aplausos a Aguirre. Por la tarde vendría la celebración solemne, con los Reyes -y sin alusiones históricas, que hubiesen sido improcedentes- y de nuevo con Aguirre y con Rajoy, en Móstoles.

Ya digo: puede que en esta festividad galdosiana y goyesca no hubiese mucho amor, pero, al menos, había un cierto tufillo a camaradería. Al menos, en esa jornada que rememoraba tantas heroicidades, ¿cómo andar peleados por pequeñeces?