La corbata negra y el traje de luto iguala a todos. Al presidente del Gobierno y al líder de la oposición, Mariano Rajoy. A la vicepresidenta Fernández de la Vega y a Soraya Sáenz de Santamaría. Me parece que todos los que estaban allí, donde yo también me encontraba, en la capilla ardiente de Leopoldo Calvo-Sotelo, en el corazón del Congreso de los Diputados, dedicaron no sé si una oración -allá cada cual con eso-, pero seguramente sí un recuerdo, a la memoria de la transición ida.

El hombre que estaba en el ataúd, guardado por soldados de las tres armas y números de la Guardia Civil, fue, junto con Adolfo Suárez, ausente por lo que todos sabemos -allí estaba su hijo Adolfo, representándole-, el símbolo de esa transición de la dictadura a la democracia que ahora tenemos. El hombre que estaba en el ataúd, por quien, creo que por vez primera, soldados armados con fusiles entraban en la Cámara baja en misión institucional y pacífica, había tenido el valor de hacer juzgar a los guardias civiles y militares golpistas que el 23 de febrero de 1981 impidieron, pistolas y subfusiles en mano, su investidura como presidente del Gobierno.

Así que la escena, con jóvenes de ambos sexos en uniforme de Tierra, Mar y Aire y de la Benemérita, con las armas rendidas, en posición de firmes en homenaje al hombre que yacía entre ellos con una bandera roja y gualda cubriendo la mitad de su cuerpo muerto, no dejaba de tener su simbología.

Creo que la gente que hacía cola para entrar en la capilla ardiente en la mañana primaveral del domingo madrileño estaba allí por lo mismo que los Reyes o los Príncipes, o tantos políticos de la extinta Unión de Centro Democrático, del PP y del PSOE; por lo mismo que algunos periodistas veteranos que pudimos conocer y contar las dificultades tremendas en la época para hacer sitio a la democracia: porque todos comprendíamos que Leopoldo Calvo-Sotelo dejará mucho más recuerdo tras su muerte que el escaso ruido que hizo en vida. Tenía más fondo que carisma, más redaños que palabrería, más de ratón de despacho que de demagogo en la calle. Y esos son los que pasan a la posteridad.

Todos sabíamos que la jornada era histórica, porque Calvo-Sotelo, que se ganó el título de duque de Calvo-Sotelo, ha entrado en la Historia por la puerta de los Leones, la puerta grande del Legislativo. Tuvo los bemoles de llevar ante un tribunal militar nada menos que a un teniente general, a dos generales, a un capitán de navío, cuatro coroneles, un teniente coronel, dos comandantes, trece capitanes y ocho tenientes, que se dice pronto teniendo en cuenta el clima levantisco imperante en la época en las salas de banderas. Cierto que la trama civil no se agotaba con el único condenado de esta condición, pero montar, aunque fuese con ciertas limitaciones, el macrojuicio de Campamento, como se montó bajo la Presidencia recobrada de Calvo-Sotelo, no era cosa de poca monta.

Y cuando cumplió con su deber, que consistía en meter a España en la OTAN, en apaciguar el huracán militar y devolver algo de serenidad al clima político y social, convocó elecciones para perderlas, porque sabía -y se lo dijo a más de uno y más de dos- que iba a perderlas de manera estrepitosa. Por allí, por la capilla ardiente, pasó Manuel Fraga, que fue su rival, y no vi a Felipe González, que fue quien le ganó en aquellos comicios, porque dicen que la mala noticia del fallecimiento de su antecesor en la Moncloa le pilló de viaje.

Ignoro si Calvo-Sotelo, que creo que no llegó a militar formalmente en el PP, aunque sí estaba próximo, se había decantado por alguna opción de las que soterradamente se encaran en el principal partido de la oposición. Sé que no le gustaban, aunque no lo decía demasiado ruidosamente, algunas cosas que ocurren en el territorio, en las instituciones, en la clase política. Pero era tan prudente que se lleva ciertas opiniones, algunos secretos y mucha coña gallega a su tumba, hoy, allá en Ribadeo. Adiós, Leopoldo. O mejor, hasta siempre.