el otro día cruzaba yo tranquilamente por un paso de peatones, sumido como de costumbre en mis pensamientos y confiado en que mi pretensión de pasar al otro lado era tan clara como mi preferencia. Ya había llegado casi a mitad de la calzada cuando percibo por el rabillo del ojo que se aproxima un vehículo que no parece tener la más mínima intención de parar. Para evitar atropellarlo, me veo obligado a frenar yo de pie, de mano y casi de orejas y quedo clavado en mitad de la calle con una imprecación en los labios. Entonces veo que se detiene delante de mí, en medio del paso de cebra, para dejar a uno de los ocupantes, y ahí ya me quedo sin palabras. Y eso fue una suerte, porque si hubiera soltado en ese momento las que me vinieron a la boca un ratito después se hubiera organizado una trifulca monumental.

Comentando posteriormente la jugada con mis contertulios, surgieron otros casos de comportamientos pintorescos. Me contaban, por ejemplo, de uno que aparcó su coche en medio de la calle junto a una zona de carga y descarga y entró en un hipermercado cercano. Los vehículos que estaban aparcados al lado se fueron y los que venían detrás empezaron a pasar por la zona amarilla, dejando solo en medio al infractor, que tardó un buen rato en volver a quitarlo. Todo esto me llevó a la conclusión de que no estaría de más una pequeña reflexión sobre la educación vial, la convivencia, la tolerancia y los límites de todas ellas.

Por suerte, aquí no tenemos grandes problemas circulatorios. Es cierto que a menudo se tarda menos en llegar desde Pola a la entrada de Cangas que luego desde allí hasta el hospital. Es verdad que con frecuencia se alcanza el nivel pistacho (circulación pausada con alguna paradita) y alguna vez el nivel limón (retenciones de un cuarto de kilómetro). Pero cualquiera que haya intentado entrar en Madrid después de un puente o en Oviedo en hora punta se reiría de nosotros si nos quejáramos. Eso nos permite tomarnos las normas de tráfico con cierta tranquilidad de espíritu. De hecho, se decía que los coches de la zona iban al desguace con tres cosas sin estrenar: la bocina, el retrovisor y las intermitencias. Por supuesto, eso es falso. Usábamos el claxon para saludar a los amigos, el espejo para colgar cintas y muñequitos y las lucecitas destellantes para alguna otra cosa que no recuerdo en este momento.

Somos gente paciente y no nos ponemos a dar conciertos de bocina cada vez que alguien para delante de nosotros. Comprendemos esas pequeñas infracciones que todos cometemos y que tampoco nos roban tanto tiempo. Pero nos molestan la caradura y la chulería. No nos parece mal que dejen el coche un momento delante de nuestro vado, pero nos irrita tener que ir buscando al dueño por todos los bares para poder salir. No nos importa que alguien pare un momento para coger o dejar un pasajero, pero nos fastidia que, por no caminar cien metros, se baje a comprar o a tomar algo mientras se monta un buen atasco. Encontramos normal que dos amigos intercambien unas palabras de ventanilla a ventanilla mientras nosotros esperamos, pero no que se cuenten su vida desde la primera comunión. Nos gusta, en fin, este ambiente de amabilidad y tolerancia y no queremos que por culpa de los abusos de unos pocos se acabe. Es cierto que no vamos por ahí tocando continuamente el pito, pero tampoco por eso tenemos que permitir que nos lo toquen más allá de lo razonable.