Subí al desván como quien asciende al helado cadalso porque los recuerdos son a veces más temibles todavía que el hacha del verdugo.

Sí, allí estaba aún. En la última hondura del inmenso arcón, dentro de una anónima caja de madera, ya muy deteriorada, y presto al temblor que inmediatamente le comunicó mi mano cargada de dudas como remordimientos. Era ya demasiado tarde para volver atrás, el viejo diario exigía atención inmediata, no cabía alternativa ni escape ¡haberlo pensado antes!

Abrí sus páginas como guiado por una fuerza ajena, certera e irresistible y zas sin posible error me topé con el día 7 de mayo de 1968. Al momento, aquellas notas apresuradas llenaron los recuerdos de imágenes tan reales como mías.

Tenía por entonces 16 años y cursaba sexto de Bachillerato en el Loyola de Oviedo. Recuerdo que urdí el plan en un parpadeo: avisé al colegio que tenía un catarro morrocotudo y en casa dije que debía ir a unos ejercicios espirituales en Celorio.

Con las dos orillas neutralizadas cogí el Económicos, tras mil aventuras, llegué a París y de cabeza a la rive gauche.

La revolución exigía urgencias así que ligero de equipaje y cargado de conciencia política me vi al instante lanzando adoquines a las CRS, ¡malditos perros del Estado opresor!, ¡la imaginación al poder!, ¡todos a pedir lo imposible!, ¡muera la sucia burguesía!

El peligro era inmenso pero allí estaban los camaradas dando aliento, asumiendo riesgos aun mayores. En una bocacalle creí atisbar a Masip y Vigil -como yo, víctimas de una sociedad injusta- lanzando lo que parecían botellas incendiarias pero no lo aseguraré porque son abogados y a lo mejor me denuncian por atentar contra su intimidad. Más allá, en una barricada... luego soñé que soñaba y los sueños sueños son y si son de la razón encima generan monstruos.