Cuando en la mañana del 9 de mayo de 1808, en la calle Cimadevilla de Oviedo, se iba a publicar el infame bando de la Audiencia que entre otras cosas amenazaba de muerte -y entonces esas amenazas se cumplían sin pestañear- a quien no colaborase con los gabachos invasores, «una mujer llamada María Andallón dio el primer grito: «¡Abajo el imprimido!», según cuenta Tolivar Faes en su libro sobre las cosas y los nombres de la capital carbayona, e «inmediatamente otra mujer, Joaquina Bobela, añadió: "¡Que no se publique!", y el grito fue repetido por el canónigo Llano Ponte. Mientras el conde de Peñalba y el médico D. Manuel Reconco clamaban: "¡A las armas!", D. Froilán Méndez Vigo rompió el parche del tambor, e incrementándose el alboroto, tuvieron los magistrados que refugiarse en la Audiencia sin haber publicado el bando».

Gloria a aquellos héroes y maldición eterna para los traidores, para los afrancesados y para los que ahora, para mayor humillación y desprecio de las decenas de miles de personas que dieron su vida por la libertad de España, aún hacen gracias y loas a quienes se vendieron a los Bonaparte.

Días patrióticos, pero como el agitprop lo apantalla y manipula todo, el Dos de Mayo ya es cosa sólo de los madrileños; el 9 de mayo, de los ovetenses o apenas de los vecinos de Cimadevilla -por no citar el enfermizo complejo de inferioridad localista: ahora quieren convencernos de que todo empezó en Gijón a finales de abril-, pero no es así, sólo había una razón y una emoción en aquella gesta y se llamaba y aún se llama España. Menos mal que Goya pintó el heroísmo de Madrid; Galdós lo narró en Gerona, y Toreno en Asturias, Beethoven lo hizo resonar en Vitoria y así por las cuatro esquinas de la patria, porque de lo contrario aún dirían que nunca llegó a ocurrir nada de nada.

¡Abajo el imprimido! ¡Viva España!