esta semana la opinión pública se ha sorprendido, y acaso escandalizado, porque el título de euskera puntúe cuatro veces más que un doctorado en los méritos del personal sanitario vasco.

Tristemente, en la educación pública hace años que existe esa injusta asimetría en los baremos de calificación a maestros y profesores. La lengua autonómica es más valorada en un concurso de traslados que una segunda carrera, un doctorado, publicaciones científicas varias o todos los títulos de idiomas habidos y por haber. Sin embargo, no es esto lo peor.

En País Vasco, Cataluña, Galicia, Baleares y la Comunidad Valenciana, donde por cierto gobierna el PP hace varias legislaturas, se impone el «requisito lingüístico» previo para todo candidato que desee presentarse a una oposición. ¿No tiene usted el diploma de la lengua autonómica? Entonces lo lamento, no hay oposición para usted. Recordará seguramente el lector que estas comunidades suman el 40% de la población española y, por tanto, de la oferta de empleo público en aquellas competencias transferidas como lo es la educación.

Esta situación implica un injusto proteccionismo del empleo público, que impide la movilidad laboral en el territorio nacional, amén de un agravio comparativo que contempla que un vasco pueda opositar en Asturias y un valenciano en Murcia, pero nunca al contrario. Cada autonomía barre para casa y blinda su territorio funcionarial a través del requisito lingüístico, lo que supone una endogamia en la función pública, que favorece siempre al local y perjudica al usuario.

Una oposición es, o debiera ser, un proceso público abierto y equitativo en el que el Estado o la Administración que lo representa oferta las plazas que necesita a la libre concurrencia de candidatos. El principio que rige la adecuación al puesto es el de mérito y capacidad al designar a los candidatos mejor preparados para el desempeño del servicio público. Si una Administración autonómica cierra las puertas al concurso de candidatos foráneos, el único resultado posible es un empobrecimiento de la calidad de los profesionales designados y, por ende, del servicio que los ciudadanos han de recibir. Una simple aplicación de las reglas de la competencia del libre mercado, y aun del mismo sentido común, no puede llevar sino a esta conclusión.

Hace años, por puro azar, me vi en la circunstancia de actuar como tribunal de oposición en la autonomía donde vivo y en la que, no hace falta decirlo, se habla una hermosa lengua autóctona y cooficial. Algunos de mis compañeros de tribunal, que habían repetido esta experiencia en la que yo era novato, se sorprendían del progresivo deterioro en el nivel de los opositores de año en año. Las explicaciones que acudían a la conversación deambulaban desde la mera casualidad a la nutrida oferta de plazas de otras comunidades, pasando por los cambios técnicos que, a la sazón, habían sido introducidos en el proceso. Al rato se me ocurrió mencionar que la causa podía estribar en que el blindaje lingüístico impedía la concurrencia de opositores de otras regiones y que, por ello, el nivel del proceso de selección se resentía sensiblemente. «Nunca lo había mirado desde ese punto de vista», afirmó uno de ellos... y es probable que quien se beneficie de tal circunstancia no lo vea desde ese punto de vista.

No debe ser motivo de vergüenza el hecho de que un territorio se vea en la necesidad de importar profesionales de otro. La movilidad de habilidades y talentos enriquece la vida activa del país y, al contrario, los diques que se levantan artificialmente a propósito de las lenguas la sumen en el marasmo de la endogamia. Movilidad y dinamismo, por desgracia, no parecen estar en la agenda de la España de las autonomías.

El sistema autoalimentado que se apoya sobre el blindaje lingüístico es algo muy del gusto del localismo imperante. Es muy popular y útil electoralmente, pues garantiza redes clientelares de funcionarios afectos a los que fideliza a través de la lengua y del aparato ideológico que lleva anejo. Todos los programas de difusión de las lenguas autonómicas en España financiados con fondos públicos tienen en común, más allá del vocabulario y la gramática de cada una de ellas, un corpus de «sociolingüística» que no es sino propaganda travestida de seria filología científica.

Puede que el centralismo en las administraciones públicas tenga mala prensa en la actualidad, pero afirmo que la endogamia funcionarial autonómica basada en el blindaje lingüístico no es sana, ni justa, ni eficiente. No es eficiente porque reduce la calidad del servicio que los ciudadanos reciben. No es sana porque impide la renovación y la movilidad laboral en el empleo público y perpetúa el clientelismo de las castas políticas locales. Y, sobre todo, no es justo porque segmenta España en compartimentos estancos, pero en los que unos españoles pueden concurrir mientras a otros les está vedado.

Pobres usuarios y opositores del Estado de las autonomías. Todos barriendo para casa y la casa común, sin barrer.