Continúa, con creciente ferocidad, la operación de acoso y derribo contra Rajoy desde dentro del PP. Comenzó la misma noche de la honrosa derrota electoral, cuando la decepción del candidato y la emocionada actitud de su esposa, tirando de él hacia la intimidad del hogar, parecían indicar que renunciaría voluntariamente al puesto. Quizá lo hubiese hecho de buen grado en ese momento o en otro posterior, pero la precipitación ambiciosa de Esperanza Aguirre postulándose para el relevo («¡Yo no me resigno!», gritó) y la inmediata petición de su cabeza en la Cope y en «El Mundo», le debieron aconsejar lo contrario. Puede que por legítimo orgullo, puede que por sentido de la responsabilidad, ya que el político pontevedrés está convencido de que aún puede ser un elemento de unión de una derecha española con tendencia a la disgregarse en banderías y personalismos en cuanto no consigue sus objetivos por la tremenda (no hay que remontarse a la CEDA de Gil-Robles sino fijar la atención en el tormentoso proceso de creación y liquidación de la UCD, o en el azaroso deambular de Fraga desde la primitiva AP hasta el moderno PP, pasando por la fugaz Coalición Democrática, para darse cuenta de que la inestabilidad acecha a una formación con apariencia de bloque monolítico. El equilibrio entre un centro débil y utópico y una extrema derecha amplia y poderosa es difícil de mantener). La conspiración en marcha contra Rajoy está muy bien orquestada. Todos los lunes (cuando los locutores, los tertulianos y los columnistas afines vuelven a sus puestos con renovado vigor tras el descanso del fin de semana) salta a la palestra un notable para anunciar su retirada momentánea a la reserva, o decir alguna ambigüedad capciosa, que inmediatamente es interpretada por el coro de amiguetes como una crítica directa contra el todavía líder. La tabarra de descalificaciones se prolonga durante la semana hasta el viernes, cuando las víboras se retiran a sus guaridas para refrescar el veneno, y vuelta a empezar. Las deserciones de los señores Zaplana y Acebes fueron formalmente educadas y ambos se despidieron con públicas protestas de fidelidad al jefe y zalameros deseos de paz y prosperidad. Pero, como era esperable, nadie les creyó. Y lo mismo ocurrió con las quejas del señor Pizarro, el multimillonario diputado al que nadie encarga un trabajillo a la altura de sus muchos merecimientos, O con los expresivos silencios del señor Aznar ahora entregado a la lectura de don Josep Pla, suponemos que en la versión en catalán. El penúltimo episodio de esta continua salida del armario para discrepantes disconformes fue el de la renuncia de doña María San Gil, so pretexto de que el PP abandona sus esencias ideológicas e intenta subrepticiamente acercarse a posturas nacionalistas y a las tesis federales del PSOE . No es cierto, pero da igual porque la insidia ya está lanzada y sirve de justificación para destruir la imagen del líder ante las bases más radicales y ante el respetable público madrileño. Al fin y al cabo, lo que parece pretender el señor Rajoy es moderar la imagen ultramontana de su partido, que tanto rechazo provoca en esa parte del electorado que acaba dándole, sin mucha convicción, su voto a los socialistas para que ganen por la mínima. Sólo eso.