El escándalo de la corrupción y abusos de policías locales, así como la inoperancia continuada del gobierno local de Coslada, Ayuntamiento periférico de Madrid, en otros momentos no hubiera pasado de dos columnas en páginas interiores. Pero el episodio, que continúa, ha llegado en una situación de especial sensibilidad en la opinión pública, que da muestras de hartazgo de la escasa eficacia de los instrumentos de gobierno, crecimiento económico y bienestar social que ofrece nuestra democracia, la del octavo país que proclama la propaganda oficial junto a tantas promesas electorales de regeneración de los poderes públicos.

Ahora mismo el tema está dando ocasión para elevar el tono de la crítica e implicar áreas sospechosas de corrupción en mayor o menor grado. Al menos así trasciende de tertulias, columnistas y editoriales de medios con ideologías diferentes.

A efectos de clarificación parece conveniente precisar qué se entiende por corrupción. Transparency Internacional España (T. I.), organización no gubernamental que hace estudios sobre la corrupción política por medio de encuestas, la define como «el abuso, con fines de lucro personal, del poder delegado». En la opinión pública, los ciudadanos consideran corrupción no solamente el soborno, sino también aquellos actos en los que los actores públicos incumplen compromisos éticos que la ciudadanía considera irrenunciables. Por ejemplo, la voluntad de no aprovecharse del cargo para sí o para el partido, o la vocación (señala Villoria, presidente de T. I.) de servir al interés general sin poner por delante intereses privados.

Conceptos difusos, pero que se ven demasiado a menudo pisoteados por la actuación de los servidores públicos. De ahí que se considere a los partidos políticos como organizaciones proclives a la corrupción, pues en sus actuaciones, en ocasiones, parece primar la lucha por el poder sobre la finalidad de servicio público, con todas las consecuencias de financiación ilegal, abusos del poder, utilización partidista de la Administración, etcétera.

En un comentario anterior indiqué que España había retrocedido en el índice de percepción de corrupción (IPC) debido, en parte, a los escándalos a nivel de gobierno local en temas urbanísticos. El «caso Marbella» es internacionalmente conocido. Las prácticas mafiosas en Coslada tendrán su precio en la próxima calificación sobre nuestro comportamiento social.

Es penoso entrar en referencias concretas sin olvidar que la corrupción más dura necesita el concurso de los corruptores -mejor olvidar nombres-, pero es evidente que hay suficiente alarma social para detectar una reacción en toda la sociedad civil en demanda de medidas para combatir y disminuir la corrupción en sus diferentes variantes.

El profesor Lizcano (TIE y catedrático de la U. A. Madrid) propone que los partidos políticos deberían formalizar un «pacto de Estado contra la corrupción y de esta forma el trabajo político, legislativo y judicial sería mas efectivo. Hay que tener en cuenta que los partidos políticos, aun teniendo en sus filas una proporción muy pequeña de la población, son las instituciones que controlan directamente dos de los tres pilares de un Estado de derecho: el poder ejecutivo y el poder legislativo, e incluso parece que tratan de controlar el poder judicial. En ese sentido, tienen una gran responsabilidad frente al resto de los ciudadanos, de cara no solamente a ser honrados y eficaces, sino a parecerlo.

En todo caso, la solución fundamental para la lucha contra la corrupción radica en la propia educación de los ciudadanos, de tal forma que la vean como algo absolutamente ilegítimo, insolidario, penalizable y de claro rechazo a cualquier tipo de corrupción, política incluida.

La dura reacción que ha suscitado el «caso Coslada» es un buen síntoma de madurez democrática y ha propiciado que muchas barbas se pongan a remojo y que aumente el clamor por una nacionalización de la decencia.