Parece evidente que nada es igual por fuera que por dentro y, dándole vueltas a eso, me vino a la memoria que las prendas reversibles esconden el truco que lo confirma. Uno las compra con la idea de que puede usarlas por cualquiera de los dos lados, pero luego descubre que siempre utiliza el mismo. Y eso quiere decir, a mi juicio, que las cosas y las personas sólo tenemos un lado bueno.

Rajoy, por ejemplo, era el único que podía sacarnos del atolladero donde nos había metido un pobrecillo despistado; un pardillo sin carácter ni capacidad de liderazgo, que llegó a presidente del Gobierno por la casualidad de un atentado que, algunos dicen, aún no está claro si fue obra de los moros o de los vascos encapuchados. Ése era su lado bueno, el del triunfo, y allá por el mes de marzo estaba que se salía del cuerpo. Dominaba la escena, tenía amigos por toda España y gozaba de la admiración tanto de los militantes rasos como de los altos cargos de su partido. Hiciera lo que hiciera todo estaba bien hecho. Se cargaba a Gallardón, fichaba al fenómeno de Pizarro y hablaba de un primo suyo que arreglaba lo del cambio climático en lo que usted y yo cambiamos el agua al canario y todos celebraban la ocurrencia sintiéndose muy orgullosos. Así que era lógico que los columnistas de prestigio, los señores y las señoras de bien y hasta los curas y los obispos pidieran, a voz en grito, que no se nos ocurriera dar el voto a un incapaz mentiroso, y malabarista autonómico, que llamaban, con sorna, Rodríguez porque les daba cosa pronunciar su segundo apellido.

Hubo muchos, entre los que me cuento, que ni aun así les hicimos caso y tres meses después, en lo que va de marzo a mayo, resulta que aquel brillante político se ha convertido en un monigote de trapo que está siendo vapuleado por sus propios compañeros de partido y por quienes decían que era el único que podía poner a España en su sitio.

Cada vez queda menos gente de la que uno pueda fiarse. Todo fue perder las elecciones y los perros que ayer le lamían la mano hoy se tiran al cuello buscando la yugular para asestar el mordisco definitivo. Estremece verlo, yendo de acá para allá, como un zombi que se sabe herido y entiende que, pese a quien pese, tiene que seguir adelante, aunque los aullidos se multipliquen y se hagan insoportables. Ya ven, tanto prevenirnos contra la ley de la selva y estamos asistiendo a una cacería en la que, por lo visto, quienes mandan son los perros.

La realidad está llena de contradicciones, parece inverosímil, pero los que ayer reían todo lo que decía Rajoy hoy ni siquiera le dirigen la palabra. Y yo no consigo entender cómo es que, en cuestión de meses, este hombre ha pasado de ser lo que era a lo que, ahora, dicen que es. De todas maneras, tampoco creo que merezca la pena que me golpee la cabeza contra una puerta o me depile las axilas con un cortacésped; los que somos de inteligencia escasa solemos quedarnos siempre a dos velas. No nos enteramos de nada.

Ahora mismo no sabría decirles, con certeza, si Rajoy sigue vivo o está más muerto que Carracuca. Por eso que si insisten sugiero que ustedes mismos hagan la prueba aplicándole aquel método que consistía en acercarle un espejo a los labios o una cerilla encendida debajo del dedo gordo.

Personalmente, prefiero las señales a esas pruebas horribles y, por las señales que llegan, intuyo que Rajoy sigue vivo. Me baso en que algunos todavía le adulan mientras otros se enfadan muchísimo y entran en una fase crítica en la que amenazan, incluso, con el suicidio político. No obstante, el hecho de que los lametones y los mordiscos coincidan en el tiempo tampoco nos asegura que tenga una salud de hierro y consiga evitar la muerte clínica, hay personas que mueren y no se dan cuenta hasta que alguien reparte su herencia.