A la muerte la suelen acompañar los elogios sobre el fallecido. Así acostumbra a ocurrir, sea el difunto merecedor de esos elogios o no tanto. En el caso del magistrado del Tribunal Constitucional Roberto García-Calvo, que ha muerto súbitamente, el eco de la opinión pública tiene que ver con las consecuencias inmediatas que afectan a la suerte del Estatut o al equilibrio entre jueces conservadores y progresistas. No hay aquí un obituario al uso, sino un entretejido de intereses que empieza por desgranar, de una parte, la firmeza del magistrado y, de otra, las intrigas que protagonizó con el fin de cambiar la relación de fuerzas en el alto tribunal y amenazar de esa manera algunas de las principales leyes promulgadas por el Gobierno de Zapatero.

A García-Calvo, para empezar, se le está tratando, creo yo, con la falta de ese respeto que se debe a los muertos y que impide considerarlos personas que bastante desgracia han tenido con perder la vida. Se le tilda de intrigante o de duro, una palabra esta última que está adquiriendo un protagonismo superlativo por parte del grupo mediático que reparte credenciales.

Perdonen que insista, pero esto de duro, que tan peyorativamente se está utilizando para calificar una actitud conservadora y hasta retrógrada, empieza a ser un vicio propio de ágrafos, teniendo en cuenta que la primera acepción del término se refiere a un cuerpo que se resiste a ser desfigurado o que no resulta lo suficientemente mullido. Una almohada demasiado dura es un engorro, pero si se trata de personas igual estamos hablando de Bogart o de Mitchum, dos tíos que nos han hecho disfrutar en el cine.

El obituario informativo de García-Calvo es una canallada, por mucho que se haya significado en contra del Estatut, lo mismo que el acoso de los chismosos a Telma Ortiz. Los duros más significados de este país son los de mollera.