Se cuenta que, cuando en el año 1937 los nacionales entraron en Avilés, un falangista conocido como el «Héroe de Betanzos», porque su máxima epopeya durante la guerra fue casarse con una rica de ese lugar, dio un mitin breve donde los haya, pero memorable:

-Avilesinos, la Falange es escueta. Ayer cayó Bilbao; hoy, Santander; mañana, lo que el Caudillo quiera.

Y lo que quiso Franco fue quedarse con toda España hasta el día de su muerte, pero dejándolo todo «atado y bien atado», como él mismo dijo. Es verdad que con su ida vino la democracia, pero mayormente de la mano de viejos falangistas reconvertidos, como Suárez, Martín Villa, Cebrián, Fraga y un larguísimo etcétera. No digamos nada si contásemos a los hijos de las familias del régimen, que en su juventud cantaron, al fuego del campamento, «Montañas nevadas» o el «Yo tenía un camarada». La lista sería interminable y pocos de los políticos, empresarios, periodistas y demás prohombres de la democracia quedarían fuera de ella.

Lo principal de la cosa no está en las personas, porque éstas podrían cambiar. La atadura vino con las ideas que, en esencia, se han mantenido. Por ejemplo, una de ellas es esa manía con la que todo el mundo se califica como de centro. A lo sumo, se puede añadir centro-izquierda o, más infrecuente, centro-derecha, pero siempre centro. La razón de ello es que aún sobrevive aquella concepción que tenía la Falange del lugar que ocupaba y que tan bien expresaba Vázquez Prada en las greguerías que escribía en el diario «Región», bajo el título «Gotas de tinta», casi diariamente: «Yo, ni de izquierdas ni de derechas, sino todo lo contrario».

De igual modo, toda la política se sustenta sobre la idea de «consenso», que se dice ahora. Si a algún político se le ocurre discutir tan siquiera sobre un bache, ya se dice que «crispa» o hace «confrontación», que es un insulto feroz, aunque los ágrafos que lo usan no saben lo que significa. La explicación de esto también ha de encontrarse en que aún se mantiene la idea de la democracia orgánica, donde no había oposición, sino «concurrencia de criterios y contraste de pareceres».

El continuismo ideológico de la unanimidad franquista, que tan atado dejó el Caudillo, casi se desmorona en la legislatura pasada, porque hubo algo de oposición y aquí eso no se acostumbra desde Franco. Pero ahora ya está todo volviendo a su cauce, con Gallardón y su recua de neofalangistas, que van a reconducir al PP a la «unidad de destino en lo universal» de los polancos y zapateros, en una versión progre y cursi del yugo y las flechas.