Resulta doblemente oportuno que este periódico tenga la iniciativa de difundir a partir de hoy, con un coleccionable sobre la guerra de la Independencia, el grito de libertad que surgió de las gargantas españolas en 1808 y que supuso el paso del Antiguo Régimen al liberalismo. Doblemente oportuno, digo, porque precisamente doscientos años después está en almoneda todo aquello que defendió el pueblo en una lucha heroica y desigual contra el invasor y al margen de las instituciones que habían decidido entregarse sin presentar batalla, colaborando incluso en la destrucción del país. La nación, que entonces estaba en la conciencia de los amotinados contra el absolutismo y contra los que venían de Francia a imponer otro tipo de cadenas, se encuentra ahora en uno de sus peores momentos. La historia se repite con otros protagonistas, igual de pésimos para nuestro futuro.

Y todavía resulta más desazonador desde el 9 de marzo por las señales preocupantes de cambio que el único partido mayoritario, dispuesto a defender ese concepto liberal de nación, está dando en el inicio de la legislatura. Ahora que la desigualdad territorial parte incluso de la propia financiación por los sucesivos guiños al nacionalismo periférico, no está de más recordar las palabras de Muñoz Torrero ante las Cortes de Cádiz: «Yo quiero que nos acordemos de que formamos una sola nación y no un agregado de varias naciones».

Esa nación de ciudadanos iguales en derechos y deberes es la que debemos seguir reclamando a una casta política embobada y ajena a las preocupaciones generales. Una casta que sólo se preocupa de cómo ganar las próximas elecciones para seguir asegurando la poltrona y que, en algunos casos, no sabe siquiera hacer la lectura correcta de los resultados para obrar en consecuencia.

El levantamiento de 1808 en Asturias y en otros lugares es una verdadera lección de ética y coraje. Y recordarlo es un deber, sobre todo teniendo en cuenta la infeliz coincidencia de nuestros días.