Tras la deslumbrante actuación de Rodolfo Chikilicuatre en el festival de Eurovisión, se apaga el último y más reciente fenómeno parasocial que nos mantenía optimistas y confiados en el poder del esperpento. El espantajo admirado, el adefesio de la escena dominante, la catarsis de la guitarrita y el personaje que hacía de subnormal, ya no tienen los focos encima, aunque su estela podría extenderse todavía unos cuantos meses, a la manera de canción del verano verbenero.

Gastado el cartucho del mamarracho, apagada su luz festivalera, lo único que cabe hacer es apagar luces y trastos domiciliarios porque el Gobierno se dispone a pegarle a la corriente un empujón del once por ciento. Esa, y otras calamidades que se avistan, son la realidad misma, de la que Chikilicuatre nos distrajo con destreza durante meses. Aunque fue elegido para Eurovisión tan solo unas horas antes de que Zapatero lo fuera para gobernar la nación, su trabajo ha sido hasta el presente mucho más intenso, en lo que respecta a alejar espectros, que el del habitante de la Moncloa. Y eso que las calamidades intestinales del PP también están aportando lo suyo a que Zapatero se dé a la molicie y a la pasividad.

Respecto al festival en sí mismo, resultó que los rusos se emplearon a fondo y ganaron. Incluso sacaron a escena un violín-reliquia del siglo catapún, y después les votaron masivamente los países eslavos, esos que en algún momento del pasado conocieron tan de cerca la bota de Pepe Stalin y sucesores.

Estos y otros análisis geopolíticos son los que cada año se le escuchan al locutor José Luis Uribarri, que es un experto en relaciones internacionales al que tendrían que fichar, o en el CES de Aznar, o en el lugar ese para el pensamiento que está preparando el ex ministro Caldera. Ningún día del año se aprende tanto del continente europeo como en la noche de Eurovisión. Y parece ser que este año los españoles dimos un poco de grima, por no decir algo peor.