Cuando sale en la conversación entre amigos algún tema candente, sea de la vida política o social, como la unidad de España, el rescate pagado a terroristas, el nacionalismo, el aborto, la obesidad, el matrimonio, «opciones sexuales», cuestiones de bioética, etcétera, suele haber posiciones que se repiten, como «cada cual tiene su opinión? yo no lo haría, pero no soy quién para decirle a nadie lo que tiene que hacer? ya veríamos lo que hacías tú en su caso? y a ti qué más te da, nadie te obliga»? Podemos constatar cada día cómo se adueña de la sociedad lo que Gianni Vattimo llama «el pensamiento débil»: ya no hay estructuras naturales, ni grandes relatos, ni leyes del ser, ni siquiera sujeto como lo que subyace y es permanente, se acabó la metafísica.

Vivimos en una sociedad de libertades blandas. Cualquier cosa se puede tomar o dejar, y cuando te equivoques a fondo y arruines tu vida, siempre habrá alguien que te compadezca y te defienda. Nadie te obliga a comer comida basura, ni a seguir los anuncios de cosas riquísimas, pero cuando tu peso supere los cien kilos y no te puedas mover, entonces hablarán de ciertos factores mórbidos, desarreglos hormonales, etcétera. Nadie dirá que te has pasado la vida rucando y comiendo. Ha sido como una gripe.

Las cuestiones relativas al «hombre nuevo», al hombre que ya no responde a las coordenadas del llamado «humanismo cristiano», se presentan como ampliaciones de derechos. El aborto, el divorcio exprés, la eutanasia, etcétera son nuevas posibilidades a elegir. Nadie te pondrá la jeringuilla en el hospital si tú no la pides. Es tu derecho.

Mientras tanto, en esa misma sociedad tan pulcra y tolerante, la maquinaria de la propaganda impone unos modelos sociales a imitar. No salen en la tele quienes luchan por la vida, los millones de hombres y mujeres anónimos que cuidan de sus viejos, por ejemplo; la familia que ha recibido en su seno, como siempre se hizo, a un niño nacido al sin querer. Estos añaden a su trabajo la presión social de sentir su vida frustrada, convertidos en una pasión inútil. No sale en la tele la muerte dignamente asumida, pero se hace una película con gran aparato publicitario sobre «mar adentro». Y quien esté en contra de la eutanasia es un bárbaro creyente, un talibán seguidor del Crucificado, un loco con su idea de que hay que sufrir para redimir. Las personas obesas sufren, porque el modelo que tienen delante es muy otro. Que se lo digan a las madres cuando van a comprar ropa, cómo las niñas piden tallas muy por debajo del volumen de su cuerpo. Sufren, pero disimulan.

Ya no hay hechos, sino interpretaciones. Y las interpretaciones obedecen a un código metafórico impuesto desde el poder. Era necesario que la unión homosexual se llamara matrimonio, para así desvincular de un solo tajo sexo y reproducción, y poder lanzar después el abanico de las «opciones sexuales». En un paso final, dichas opciones son como anuncios de viajes o de platos sabrosos: el ciudadano probo debe aceptarlas y probarlas todas. Porque no se puede ir sólo a Cancún, se debe ir en «otro viaje» también a Egipto o a Birmania. No vas a comer sólo langostinos, también cordero a la estaca o bacalao al pil-pil. Una ética de supermercado. Esta propaganda insolente y descarada de las opciones libres, va mucho más allá de lo que plantea, esconde un trasfondo ideológico, impone un modelo social. El sujeto queda reducido a consumidor que intercambia productos. Y si no aceptas quedas fuera del grupo, no te comunicas, vives aislado y eres blanco de sátiras. Por eso muchos fingen que aceptan y así se convierten en comediantes, actores cara al público, perpetuos carnavaleros, hablando sólo aquello que se considera políticamente correcto, o sea, formalmente admitido en la propaganda y las leyes del Gobierno.

Antes y según Montesquieu, las leyes brotaban de la sociedad, las costumbres hacían leyes. Pero ahora las leyes hacen costumbres. O según Gramsci, oráculo de la izquierda: ya no hace falta tomar el poder para cambiar la sociedad; basta cambiar la sociedad para tomar o mantenerse en el poder.