El senador McCain, candidato republicano a las elecciones presidenciales norteamericanas, está plenamente recuperado de su cáncer de piel y goza de excelente salud, según el parte divulgado por su equipo médico. Los asesores de su campaña creen que la avanzada edad del senador, que llegará a las elecciones con 72 años cumplidos, puede ser un arma para el adversario demócrata que le caiga en suerte en su carrera hacia la Casa Blanca.

En España, Soraya Sáenz, de 36 años, sustituyó el mes pasado a Eduardo Zaplana de 52, como portavoz popular en el Congreso. Los partidarios de la una y detractores del otro aducían su «juventud, dinamismo y frescura» como un activo, que en seguida contrastaban con el amortizado historial en la política del ex alcalde de Benidorm.

La reciente retirada de la vida pública de otros veteranos de 50 años y el nombramiento de jóvenes bisoños en altos cargos de responsabilidad política, incluido un ministerio, ha suscitado la cuestión de la edad óptima en la arena política, más allá de la idoneidad particular de los salientes y de los entrantes, aspecto del que no hablaremos hoy.

¿Es la edad de los políticos un lastre, o al contrario, supone un barniz de respetabilidad y un valor añadido?

¿Cuál es la edad óptima de fertilidad política de los hombres y mujeres de Estado?

¿Son caducas y amortizadas personas apenas en la cincuentena? ¿Son necesariamente ventajas en la gestión política las que otorgan tener 31 años?

No se trata sólo de la experiencia acumulada o de su carencia. Es una cuestión de autoridad moral.

Los pueblos de la antigüedad clásica creían que la edad no sólo traía la experiencia necesaria para ostentar las altas magistraturas del Estado. Pensaban además que el anciano era más digno de confianza moral en el desempeño del mando, pues antes gobernaría con arreglo al patriotismo y los ideales un viejo rondado por la parca y con poco que ganar, que un joven, más predispuesto a hacerlo por ambición personal e intereses inmediatos.

Los romanos creían en el Cursus Honorum, requisito obligatorio para el ascenso en la carrera política y que exigía el desempeño de los escalafones inferiores de la función pública y una edad mínima para su nombramiento. En la Roma republicana era condición indispensable para llegar a cónsul, haber pasado antes por las magistraturas previas de cuestor, edil y pretor y tener al menos 42 años de edad para los plebeyos y 40 en el caso de los patricios.

El aumento de la esperanza de vida ha sido muy notable desde la antigüedad, y la frontera entre la madurez y la senectud se ha diferido en el reloj biológico humano. Parece, pues, un dispendio innecesario de talento, la marginación de los políticos maduros cuando se encuentran en el apogeo de su vida intelectual. Aún más cuando invocando la juventud, en nombre de la renovación, sólo se esconden las intrigas palaciegas de cada partido político y los intereses de sus facciones, o lo que es peor, el diseño por y para las reglas del marketing de políticos-estrella mediáticos, de ojos azules, voz abaritonada y telegenia en almíbar.

La fragilidad y finitud de la naturaleza humana son inexorables. Sin embargo los distintos grados de resistencia que cada sujeto manifiesta frente a ellas, definen igual que el talento y la capacidad dónde están los límites de la retirada de la vida política.

Si el senador McCain gana las elecciones, será el más longevo presidente que hayan tenido los EE UU. La sociología y las urnas dirán en el futuro si sus canas le ayudaron o no en el camino. En el pasado, sin embargo, no había duda al respecto: cuando un anciano senador romano se dirigía a la cámara o un patriarca bíblico tomaba la palabra en su asamblea, los jóvenes callaban y escuchaban.

Y es que más sabe el diablo por viejo... que por diablo.