El infinito nace donde se esparcen las cenizas. Y en su silencio se desenvuelven víboras. Nuestras dudas son limitación del infinito. Nuestra lengua no tiene tantos adverbios como su hábitat. Hacen falta insectos para alcanzar el infinito y tambores y cúpulas y centros y fenómenos y fugas y circunstancias. El infinito es tan impersonal como la cuarta persona y comporta un sujeto de vacío centauro. Hace falta salud para entender el infinito. Y que la sintaxis asuma su nostalgia.

El infinito ruega por nosotros y se parece un poco a la noche del cuarenta y tantos de noviembre y al lejano ladrido de los perros y a la sensualidad de los veleros. El infinito es un número subjuntivo, es algo más que el dos, pero no llega al tres y sobrepasa. Es número ilegítimo, fruto de la inconsciencia y los dibujos gigantes y mágicos y hermafroditas de los niños.

El infinito a veces siente pena y llora como los monarcas en su grandeza. Y sueña con ser algo. Sueña con ser materia o forma o hebra o tren o lazarillo o fiesta o rey de espadas. O gondolero o caserón o lápiz o libro viejo o línea o filarmónica o papel de regalo. O estado infinitivo como los presos. El infinito desconoce las llaves y no recibe cartas. Y quisiera ser litro o sedimento o configuración o esfera o zapato de príncipe con cordones de oro. O una historia de amor que se acabara.

El infinito es también un pecado y un castigo y virtud de pureza. Y no duerme entre frutas como los dioses. El infinito está sobre todas las cosas. Y en las pinturas púrpura de Pompeya y en los gatos que comen el invierno y en la lentitud inasequible de las funerarias. El infinito es menos que nosotros y no posee cuerpo ni alma ni tristeza ni anillos ni mirada. El infinito vuela en escobas de palo. Y existe desde el origen como los cuentos.

El infinito tiene mitad por todas partes y vive de colores y formas infinitas. El infinito es hombre y mujer y caballo y festón y componente rítmico de los jilgueros. Pero por todas partes el infinito es sombra. Y no puede expresar sus sentimientos ni estar bajo esas noches que merecen la vida. Ni mirarse en la paz del agua de la mar del Cantábrico en calma. Ni pasar por los puentes dorados del verano. Ni subirse a los trenes. Ni plantar un otoño.

Ni sufrir tan siquiera.

El infinito es menos que algún pájaro azul. Y habita en las espinas de los barcos que han muerto y en las casas cerradas para siempre. El infinito huele como los libros viejos. Y alumbra todavía con carburo. Y quisiera tocar las cuentas de un rosario.

El infinito es frágil como el amanecer y alguna tarde sube a la lenta canción de las campanas. El infinito es, pero no está. Pudiera, acaso, ser puro recuerdo. O un amante imposible de la tierra. O conjetura o perspectiva o droga dulce o palidez o compás o plumier con pinturas de cera o tajalápiz o pozo de agua o luz.

Pero es nada y es todo supersticiosamente. Funambulista, humo, caparazón, simiente, visillo, sobredosis, meteoro, molino. El infinito siente temor algunas noches. Y quisiera que un beso le cayera en la frente o que una madrecita le dijera al oído: duerme, no temas, sueña.

Y entonces el infinito sueña que es algo pasajero, fugaz como una prenda humana. Que es algo semivivo, como un cuerpo. Que es algo susceptible, como un hilo. Sueña que es algo muy sencillo, como un día, o una historia, un lugar, una palabra, un vuelo, una tristeza. Y al soñar algo de todo un poco comprende que de nuevo es ya lo que no quiere.

No quiere ser infinito.

Y quisiera morir en las enciclopedias o en las barbas azules de los filósofos. Y quisiera morir en su casa natal. Y quisiera morir pretendiendo un deseo. Y quisiera morir conociendo una rosa. Y quisiera morir. Morirse de infinito.