Cuando este comentario salga impreso en papel de periódico (los comentaristas antañones dirían «vea la luz», como si el comentario saliese escapado de una cueva oscura o fuese el resultado de un parto laborioso), ya se sabrá quién ha resultado ganador de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos. Salvo que el recuento se enrede, tal y como ocurrió en la primera elección de George Bush, que acabó siendo investido por una decisión del Tribunal Supremo, de mayoría conservadora desde hace años. El candidato demócrata Al Gore había ganado en votos populares, pero el peculiar sistema de democracia delegada que rige en aquel país, los fallos de las máquinas encargadas de registrar las papeletas electrónicas y los miles de fraudes detectados propiciaron la victoria de los neoconservadores. Aquello fue una vergüenza que dañó gravemente la imagen de los Estados Unidos como paladín de la democracia en el mundo e inició una etapa siniestra de gobierno que buscó su justificación en los atentados del 11-S, extraño suceso cuya autoría aún no ha sido aclarada fehacientemente y sobre el que caben todo tipo de especulaciones. El sistema representativo norteamericano suele ponerse como ejemplo de democracia por los propagandistas, pero esa afirmación dista bastante de ser verdad. En la práctica se da la circunstancia de que un candidato pueda ganar una elección nacional con alcanzar la mayoría simple en sólo 12 (los de más población) de los 50 estados que componen la Unión, ya que quien lo consigue se queda con todos los delegados al colegio electoral (538 en total en todo el país). Y estos delegados son los que realmente eligen al presidente de los Estados Unidos. Así, pues, el número de representantes en la Cámara baja se establece en relación con la población censada en cada Estado mientras que el de senadores es siempre de dos por cada uno de ellos. La estructura del sistema fue ideada por los padres fundadores de la nación, la mayoría de ellos terratenientes, que no querían darle demasiado poder a los habitantes de las ciudades, por lo general, de mentalidad más abierta y progresista. Las críticas a este andamiaje representativo han sido muy abundantes (y las más feroces, cosa reseñable, dentro de los Estados Unidos) en cuanto favorece el bipartidismo, impide la presencia significativa de nuevas formaciones políticas, fomenta escandalosamente la abstención, favorece el mangoneo de una clase política profesional estable y, con carácter general, propicia los valores conservadores, cuando no reaccionarios, incluso dentro de las filas del Partido Demócrata que, en Europa, no pasaría de ser un partido de centro-derecha. Hay grandes esperanzas puestas en la elección de Barack Obama, según se puede leer en la prensa, pero en la práctica será difícil que la política norteamericana cambie sustancialmente su línea estratégica de preponderancia militarista. De todas formas, después de Bush, el amigo de Aznar, cualquier cambio, por mínimo que sea, parecerá importante. Hasta McCain ganaría con la comparación. Siempre hay que dejar una puerta abierta a la esperanza. Enhorabuena al nuevo emperador.