Aquel que ignora la verdad es un iluso, pero quien conociéndola la llama mentira es todo un delincuente». Así pensaba Bertold Brecht.

El tonto útil no es una figura nueva, sino que su utilización viene de muy antiguo, quizá adquirió mayor protagonismo y acuñó sello de distinción en tiempos de Lenin, cuando con la creación de los grupos de seguidores que compartían las ideas del partido, pero no los inconvenientes de la militancia partidaria, ya que sin ser comunistas e, inclusive, discrepando en algunos sentidos de los camaradas, tenían las mismas posiciones que ellos ante la mayoría de los problemas, y todo ello porque eran honestos y así lo reconocía el propio partido, estos simpatizantes entendía el partido que eran tomados como ejemplo palpable de la fuerza de la verdad, en fin, que eran muy útiles, tanto que en un momento de debilidad el propio Lenin les calificó como los «tontos útiles», de ahí el término.

Hoy en día estos personajes poseen otras características diferentes, siendo sus virtudes más escasas y sus egoísmos mucho más ambiciosos, bien se pudiera decir que las cualidades de estos serían: poca materia gris, altamente manipulables, extremadamente ambiciosos, resentidos las más de las veces y amantes de la buena vida y la poca vergüenza.

Quizá por eso existe últimamente tanto tonto útil -que hay a quienes bien sirven sus lisonjas y el más bajo de los servilismos- que en nombre de una supuesta y elevada causa dedican su tiempo y sus esfuerzos a desgastar e incluso en algunos casos a insultar al prójimo sin ton ni son, sin acero ni careo, con argumentos tan endebles como peregrinos y que siempre remiten al mismo origen: esos otros a los que falta y vilipendia el tonto útil, a menudo aun sin conocerles lo suficiente como para juzgarles con criterio, tan sólo porque discrepan de lo que dicen o piensan sus líderes, y esa razón le basta y le sobra para dirigir contra ellos sus ataques viperinos. Bendita libertad la suya.

Aunque este tonto útil no lo es tanto, necesariamente, por sí mismo, como algo innato en él, sino que puede serlo por contagio, en cuanto que se deja llevar por otro tipo de aduladores, más listos ellos, que sí saben a quién sirven y por qué lo hacen. Como saben también, aunque de eso el tonto ni se entere, que no es precisamente la búsqueda o la defensa de unas ideas o del bienestar social lo que les mueve a servir. Son listos que responden obedeciendo a unos fines particulares y concretos, bien definidos, y con la esperanza -ya con la certeza, tal y como están las cosas- de que toda una legión de tontos útiles se hará cargo del trabajo sucio y mundano que en cierta manera hace desmerecer al líder. Para eso sirven los tontos útiles a esos listos inútiles que tan sólo hacen uso y abuso de la sociedad a la que dicen servir y que en ocasiones, más de las que quisiéramos, llegan a ser nocivos -que todo lo que pueden aportar son daños y perjuicios-. Pero aun así, y en nombre de la verdadera libertad -y no de ésa que ellos dicen representar en exclusiva, pura pantomima-, soportamos estoicamente sus desvaríos, tan inútiles como ellos mismos. Y es que, en resumen, a los listos inútiles sólo les hacen caso sus tontos útiles. Y a éstos nadie más, excepto otros tontos como ellos. Y entre listos y tontos, por muchos que sean, sólo resulta una inmensa inutilidad. Un enorme desperdicio de tiempo y esfuerzo al que quieren hacer pasar por esencia de la libertad. Si serán tontos...

Y es que, la desempeñe quien la desempeñe, la figura del tonto útil se presenta ante la sociedad rodeada de un aura de autenticidad que la hace inmediatamente distinguible de su alter ego, el digno protector. Frente a la camaleónica teatralidad del segundo, por lo general el típico convertido a la nueva doctrina que la hará el eje fundamental y para ello estará dispuesto a alquilar su prestigio si es que lo tiene -y a su madre- a cambio de un puestito, la tontería del tonto útil antes solía ser insobornable y genuina, de ahí su dimensión entrañable. Hoy las cosas han cambiado, el tonto ya no es tan tonto, ahora es más sobornable y por tanto ha perdido su carácter de entrañable.

Quizá todo ello se deba a la profesionalización de la política y sean éstos, los utilizadores de la política o más bien los trabajadores distinguidos de la política, a los que desde hace un tiempo se les vienen amontonando los cadáveres políticos, aquéllos, los que antes fueron tontos útiles, éstos eran, suyos, personas todas ellas en otro momento elegidas por ellos mismos, que tras ser utilizadas para un objetivo siempre relacionado con el logro del poder pasan a engrosar la ya larga lista de «prescindibles e inútiles». Algunos piensan que éstas son cosas de la política, que esto es muy duro y que es el peaje que hay que pagar si uno quiere hacer determinado recorrido. No, esto precisamente no es la política; esto es la pura y simple ambición humana de poder, y ésa precisamente ésa, la ambición desmedida por el poder, sólo se combate con la honradez política, entendida ésta como un instrumento al servicio de los ciudadanos y no del servilismo de éstos para conseguir los fines personales del otro.

Para concluir me gustaría apelar a la independencia individual de las personas para que no se dejen utilizar por aquellas otras que se creen más listas y que en el fondo no lo son, lo único que las diferencia de las primeras es que tienen más estómago y menos principios y que siempre intentarán utilizar a los demás en su propio beneficio sin importar los costes, ya sean humanos o materiales.