A lo largo de estos últimos meses estamos asistiendo a una avalancha de acontecimientos económicos desconcertantes que desbordan todas las previsiones y reavivan el debate en el terreno de la teoría económica. Uno de ellos es sin duda la evolución de los precios.

Tras el imparable ascenso desde el 2,2% hasta el 5,3% entre agosto de 2007 y julio de 2008, el IPC ha caído en tan sólo cuatro meses al 2,4%, con lo que hemos pasado en muy poco tiempo del miedo a la «estanflación» al pánico a la deflación.

Prácticamente todos los análisis indican que la causa de este descenso está en las caídas de los precios internacionales de la energía, las materias primas y los alimentos, que junto con un descenso en la demanda interna, provocan que los precios frenen su escalada e incluso retrocedan. La llegada de la deflación en plena recesión sería el peor de los escenarios posibles, pues desincentivaría aún más el consumo y la inversión, incrementaría el valor de las deudas frente a la caída en el valor de los activos y realimentaría una espiral negativa sobre la actividad productiva. Se considera por tanto urgente tomar todas las medidas al alcance para luchar contra la deflación y la recesión, bien desde la política monetaria -reduciendo los tipos de interés al mínimo y aumentando el dinero en circulación- o desde la política fiscal -estimulando la demanda a través del gasto público-.

Sin embargo, esta explicación no alcanza a descubrir las causas últimas del proceso que vivimos, y que debemos buscar en el corazón de nuestro sistema económico. El modelo de crecimiento de las economías desarrolladas se basa en un sistema inflacionista cuya base teórica es el convencimiento de que una limitada tasa de crecimiento de los precios es necesaria para garantizar el crecimiento económico y la creación de empleo. Se entiende que la inflación controlada incentiva el consumo frente al ahorro, impulsando así la demanda y con ella la actividad productiva. Bajo este enfoque, bancos centrales y Estados han de actuar en consecuencia a través de la política monetaria y la política fiscal.

Pues bien, este modelo ha demostrado no sólo que no es perfecto, sino que conduce a recurrentes crisis, entre otras la que ahora nos ocupa y preocupa. La inflación como herramienta de crecimiento puede tener un efecto impulsor a plazo corto, pero es causa de graves problemas. En primer lugar, la inflación constituye una fuente de desigualdad, al golpear con más fuerza a quienes no son capaces de proteger sus rentas o sus ahorros frente a las subidas de precios, mientras que beneficia a quienes sí lo son e incluso pueden obtener importantes réditos comerciando y especulando con los bienes que sufren las mayores subidas de precio. En segundo lugar, la inflación es una silenciosa vía de recaudación que se pone en marcha cuando la deuda pública emitida por los estados es posteriormente transformada en dinero por los bancos centrales, diluyendo el poder adquisitivo de los ciudadanos, quienes se ven obligados a contribuir no sólo con esta pérdida de capacidad de compra y de riqueza, sino también mediante los tributos necesarios cuando deba amortizarse la deuda junto con sus intereses. En tercer lugar, la inflación reduce los tipos de interés reales, lo que penaliza el ahorro y favorece el endeudamiento, lastrando la capacidad de crecimiento futuro. Y en cuarto lugar, el descenso en los tipos reales desequilibra la estructura productiva al incentivar la inversión de forma desproporcionada en los sectores más beneficiados por los menores tipos de interés y por los réditos especulativos derivados de las asimétricas subidas de precio, en detrimento de sectores más competitivos o generadores de empleo de calidad.

Por otra parte, el aumento simultáneo en la inversión y el consumo que estas políticas inflacionistas pueden lograr durante un tiempo (fase alcista del ciclo) no es sostenible, pues se basa en el endeudamiento. La fortaleza de la demanda, además de generar burbujas especulativas, termina presionando en exceso los precios al consumo y elevando los tipos de interés oficiales, lo que ahoga la capacidad de consumo e inversión de las endeudadas familias y empresas. La respuesta inmediata de los bancos es la restricción del crédito ante el riesgo de verse arrollados por la morosidad y los impagos, con lo que el proceso expansivo y la actividad económica se detienen bruscamente, al tiempo que la demanda cae y, como consecuencia, los precios se reducen. Es la deflación.

Por tanto, la temida combinación de deflación y recesión es el resultado final de las erráticas políticas inflacionistas. En otras circunstancias, la deflación sería perfectamente compatible con el crecimiento económico y el resultado positivo de los incrementos de productividad, como ocurría antes del siglo XX y como indica la lógica. Si un bien es producido de forma más eficiente, en ausencia de manipulaciones monetarias debería costar menos. Sólo una política inflacionista que deprecia constantemente el valor del dinero e ignora los avances en la productividad puede explicar el crecimiento constante de los precios y sólo la consiguiente contracción crediticia que acaba desencadenando explica la deflación que acompaña a la recesión.

Para poder salir del círculo vicioso que suponen estas crisis es indispensable abandonar las políticas inflacionistas que penalizan el ahorro y por ello impiden un flujo de inversión equilibrado y sostenible. Y es que, como es evidente, la inversión -motor del crecimiento económico- no puede crecer indefinidamente en base al endeudamiento. Nuestro ahorro no permite por más tiempo crecer y consumir al ritmo de la última década, y es inevitable un ajuste a la baja en nuestra generación de riqueza. Esto significa que sufriremos inevitablemente un período de recesión en el que caerán el consumo, la inversión y el empleo, mientras que aumentará el ahorro y se reducirá el endeudamiento privado.

Ante tal panorama, los planes anticrisis basados en el gasto público podrán tener un cierto efecto paliativo frente a la deflación y la recesión si efectivamente se destinan a invertir en el capital productivo de los sectores que permitan afrontar un verdadero cambio de modelo, así como a contrarrestar el estrangulamiento crediticio que amenaza a la economía productiva, pero se convertirán en un importante lastre si se apoya con recursos públicos a sectores sobredimensionados e insostenibles, se pretende crecer en base a la deuda pública como relevo de la deuda privada, se financian obras innecesarias o se retrasa la puesta en marcha de necesarios planes de austeridad.