Cuidáu con estas escaleras, que no son de fiar». Aquellos dos paisanos (uno, párroco de Celorio; el otro, Arzobispo) venían de comer en la rectoral y fueron a desembocar en el coro de la iglesia. «¡Fíjese, señor Arzobispo! ¡Vea qué nave! ¡Mire qué maravilla se divisa!». Pero al prelado no le dio tiempo de divisar nada, porque se abrió, de pronto, una puertina y apareció una mujer con aires de mando: «Don Fulano» -dice al cura raso-, «que tien usté que ir pitando a casa de Manolo el Pintu, que avisaron que acaba de morir y que hay que dai los últimos auxilios». Al Arzobispo le sobresaltó la impetuosa irrupción de la paisana: «¿Y esto?», interrogó. Sin comerlo ni beberlo, el pobre cura se achicó, inexplicablemente, e intentó exculparse: «Ésta es mi ama de llaves», alega, «pero no se crea? ¡No la he tocado ni un pelito!».

Recordábase este episodio en el bar La Gloria, que es el santuario de la tradición oral llanisca, regentado por José Sánchez Inclán, a la hora del telediario. Pude percibir que el corrillo que tenía yo al lado se hallaba enfrascado en una tertulia monográfica sobre curas. En la tele, el portavoz de los ateos catalanes -un señor con careto de funeral- explicaba, más o menos, la campaña iniciada en los autobuses urbanos con el mensaje de que Dios no existe, y animaba a la audiencia a disfrutar de la vida a tope. Que viva la Pepa y fuera preocupaciones.

Ajenos por completo al monólogo de aquel buen hombre, los parroquianos del corro seguían a lo suyo y reclamaban más petróleo. «Échanos otra ronda, Pepín», decían al unísono, conjuntados y afinados como el Cuarteto «Torner». «Esi cura del que hablas» -salta uno- «tenía dichos pa enmarcar. Me acuerdo de una vez, hace ya muchos años, que en esti mismu bar un indianu lu invitó a tomar algo: "¡A ver qué quier don Fulano!", díjo-y. "Un vinu dulce, muchas gracias", dijo él. El indianu pasó al comedor y unu que andaba por aquí comentó al clérigu: "Se ve a la legua, padre, que esi é de gente gorda. "Sí -asiente el cura-, esi tien en México un negociu a medias con otru y se están haciendo de oru: unu mata y el otru espeleya"».

Estalla una risotada aislada y prosigue el turno de palabra. «Pepín: saca unas aceituninas, salao». El tercer interviniente -que aparentaba ser el más circunspecto- lo que saca a la palestra es un inédito vestigio de la memoria, referido a una figura histórica: «En la Segunda República (cuando la maestra de allí, Veneranda Manzano, salió elegida diputada socialista), había en Vidiago un sacerdote que al rezar el rosariu siempre dejaba fuera una parte de la letanía. "Virgo predicanda -decía el cura-, Virgo clemens, Virgo prudens", etcétera. Pero la gente echaba en falta algo, así que una feligresa fue a verle a la sacristía. "Mire, padre, que notamos que usté siempre se salta lo de 'Virgo veneranda', y esto a muchas nos extraña". Y el cura, casi sin dai tiempu a terminar la frase, respondió: "Es que esa, hija mía, no es virgo"».

«Pon otra ronda, Pepín», dice uno, «¡y más aceitunas!» reclama otro, mientras garabateaba yo estas cosas en un trozo de papel. Y comenzó la última intervención. Estaba dedicada a don Laudino, un cura que ejerció su apostolado en la época de don Gil Ganzaraín. "¡Cuántu quería la gente a don Laudino?! Acordaros de cuando legalizaron el PCE y andaban la Pasionaria y Carrillo a puntu de volver del exiliu. ¡Menudu sermón echó don Laudino!: 'Tengo que decivos -soltó desde el púlpitu- que ya está aquí el raposu, y que prontu estará también aquí la raposa. Y que el que tenga gallinas, que las guarde. Y no digo más, jiyos del alma, porque los curas no tenemos que metenos en política"».