Consultaba yo el otro día a Pepín, el del bar La Gloria, sobre un grave asunto en estos tiempos de crisis: las propinas. ¿Qué pasa con las propinas? Y su respuesta fue categórica:

-Propinas, nada. Y calla que no tengamos que dalas nosotros a los clientes?

Le recordaba yo a este ilustre cónsul de Boquerizu en Llanes que en el restaurante El Aldeano de Madrid -escenario en el que tuvieron lugar las entrevistas que hice en los años ochenta para «La Hoja del Lunes» de Oviedo, que dirigía Juan de Lillo-, a los camareros nunca se les olvidaba, ni en bromas, dar siempre la vuelta en platos de postre (una amable insinuación al cliente, recomendada por su patrón, José Fernández Menéndez). Esta universal norma de hostelería, que tiene toda la lógica del mundo, está lejos, sin embargo, de funcionar bien en todos los sitios. En Llanes no pita. Es más: el que le den aquí a uno la vuelta en un platín a mucha gente la pone nerviosa. «No andes con hostias. No pongas platu, que no voy a dejate propina, puñeteru», oíamos hace poco en La Gloria a un cliente habitual de la casa. «Aquí te dejan el platu limpiu y a veces hasta tienes que terminar tú de completar la cuenta, cuando faltan algunos céntimos por abonar», añade Pepín Sánchez Inclán, que, por sabio y por resabiáu, por bueno y por mártir (es el hostelero llanisco en activo con más horas de vuelo y más años de clausura detrás de la barra), no desentonaría en el papel de asesor del ministro de Economía.

Parece probado -y es a lo que voy- que en otros tiempos, no muy lejanos, el hábito de dejar propina estaba mucho más extendido que ahora. Hubo incluso quien supo practicarlo con arte torero. El travieso Pedrito Galguera (1920-2002), cabeza visible de la gloriosa «dolce vita» llanisca, fue el que aportó, en este sentido, el gesto más creativo (y más surrealista): La biografía escrita de Pedrito, si algún día se hace, eclipsaría muy probablemente los currículos verbeneros de Dalí y del gallu de Morón juntos. Una mañana de verano -hablo de los años cincuenta- se encontraba Pedrito adormilado en la terraza del bar Venecia, en la calle Pidal, después de una agotadora noche de juerga. Tan elegante como siempre, con su sombrero panameño, su bigote de la Paramount, su traje blanco y sus zapatos de charol. Como un ángel caído de «La hoguera de las vanidades» de Tom Wolfe. Allí al lado, ante el hotel Paraíso, aparca un automóvil de matrícula alemana, y salen de él dos gigantes, varón y hembra. Pedrito se espabila. Se percata del aterrizaje de los recién llegados y entra en acción. Corre a situarse al lado de ambos; se quita el sombrero, hace una reverencia y les da los buenos días. La pareja, que había empezado a sacar su equipaje, mira extrañada al dandy y le devuelve el saludo. Pedrito agarra las maletas y aguarda a que los extranjeros terminen de sacar los bultos. No le quitan ojo. Es seguro que nunca habían visto antes un botones como el que tenían delante: un clon de Clark Gable. Entran en el hotel y el recepcionista, que sabe de sobra que Pedrito está urdiendo una de las suyas, registra a los viajeros con naturalidad y les acompaña hasta la habitación. El insólito mozo de equipajes, que cierra la fila india, apea los bártulos y el alemán busca en el monedero una propinuca que darle. Pero Pedrito le para en seco: «No, caballero. Aquí es al revés... Esto es para ustedes», dice, mientras saca del bolsillo unas monedas y las reparte equitativamente entre los dos turistas, que se quedan mudos y con la palma de la mano abierta. Con los ojos expectantes, como lunas llenas. Pedrito se descubre, hace otra reverencia y se despide con toda elegancia: «Bienvenidos y que tengan una feliz estancia».