Hilario Sánchez González, «Emeterio», nacido en San Vicente del Monte, Treceño, no tenía pelos en la lengua y venía a afirmar, con su presencia esporádica, esa veta cántabra que está presente, desde hace siglos, en la cotidianidad llanisca. En Llanes hubo siempre, a lo largo de la historia, cántabros de valía que nos enriquecieron en todos los sentidos. Algunos de los que lean esto se acordarán de Cosme San Román, que fue el que puso los cimientos de la hostelería profesional en Llanes; era natural de Comillas y fundó a finales del siglo XIX el hotel Universo, junto al puente; luego se hizo con la concesión del restaurante de la estación, en 1905, y lo elevó a las máximas cotas de prestigio (ahí tiene Fomtur, la asociación empresarial llanisca de turismo, el mejor modelo en el que fijarse). Después continuaría esa labor Pepe Armas, también de Cantabria, que había llegado de la mano de Cosme San Román para trabajar de camarero; Armas se convertiría en el patrón de la cantina ferroviaria, así como del histórico Café Pinín, puesto en marcha por Alejandro Ruales sobre 1890. Otro cántabro de grata memoria fue Hermógenes González, jefe de fabricación de la Sadi, la fábrica de quesos y mantecas propiedad del holandés Melf Diddens. Hermógenes, que había trabajado en la Granja Poch de Torrelavega antes de venir a Llanes, recorrió al lado de Diddens un inigualable ciclo económico para la industria local, desde 1934 hasta 1963.

Podríamos traer a colación cientos de casos más, igualmente interesantes, pero ninguno tan curioso y rompedor como el de Emeterio, que fue el que desplegó ante nosotros el apologismo del cantabrismo más apabullante y persistente. Bien lo sabe Pepín, el de La Gloria, de cuyo bar era asiduo cliente Emeterio.

-Me voy pitando, Pepín, a coger el tren. Me vuelvo pa Torrelavega.

-Pero, hombre, Emeterio, hoy marcha usted muy luego, se me hace.

-Me marcho porque aquí no encuentro dónde comer. Estoy muerto de hambre.

Era Emeterio, ciertamente, un entretenido interlocutor en la barra de un bar y sabía comunicar con exuberancia la gran experiencia de la vida que poseía: «Como soy de pueblo, me crie, como dicen, a calderu y, cumplidos los 16 años, anduve por Liébana segando con sables (unas guadañas largas y estrechas). Fui relojero, trabajé en la Austin, en Los Corrales de Buelna, y he terminado haciendo cajas de muerto». Lo había mamado todo en la cadena de producción de la factoría de la Austin, «desde un pilo de arena hasta la terminación de un coche», y era un hombre práctico. Una vez un joven ingeniero, que acababa de incorporarse a la fábrica, se le acercó para consultarle una chuminada impropia de un titulado superior, lo que hizo saltar a Emeterio: «¡Y usted es ingeniero! ¿Cómo me hace a mí, que soy un obrero, esa pregunta?? Ya regalaría su padre, ya, buenos jamones pa que usted saliera ingeniero?».

Emeterio estaba en su salsa cuando relataba las gestas de los cántabros en la Reconquista y cuando evocaba el protagonismo de los cántabros en la epopeya americana y cuando daba nombres y apellidos hasta de los grumetes cántabros que enroló Cristóbal Colón en las tres carabelas. Y, si hacía falta, se remontaba a la paliza infligida a los moros en la gloriosa batalla de Covadonga, para pregonar al mundo que Pelayo debió ser hijo de la tierra que hoy preside ese inconmensurable estadista llamado Miguel Ángel Revilla. «Cantabria es otra cosa, ¡dónde va a parar!», decía para rematar sus intervenciones, y aquí nadie se ofendía por ello.